Hace más de tres siglos y medio, allá por el año 1648, un escritor hundido en la bruma del olvido del cual sólo sobrevivió el apellido, un tal Wildman, proclamó que “el liderazgo está hecho añicos”. La sentencia de esa víctima del tiempo resuena hoy con sorprendente actualidad. Al igual que esas palabras que de tan sobadas y repetidas se desgastan y terminan perdiendo la fuerza de su significado, el liderazgo ha dejado en el camino el poder y el brillo que alguna vez le acompañó: hoy figura como otro más de esos artículos resultantes de la producción en masa y cuya principal virtud es el escaso valor.
En su libro Líderes: las cuatro claves del liderazgo eficaz, Warren Bennis define que líder “es quien compromete a la gente a la acción, quien transforma seguidores en líderes, y quien puede convertir líderes en agentes de cambio”. Esta es la clase de liderazgo que a lo largo de la historia ha configurado una y otra vez el paisaje global en un constante afán de perfeccionarlo; y que encarnados en individuos sobresalientes como Mahatma Gandhi, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill crearon grandes naciones. Otros, como Tom Watson, Bill Gates y Steve Jobs crearon grandes organizaciones empresariales que continúan transformando al mundo.
Por nuestro entorno próximo, sin embargo, permanece vigente la contundente observación del olvidado Wildman: “el liderazgo está hecho añicos”. Durante las últimas décadas, en nuestro escenario, los que han reinado son los cabecillas, los jefes de manadas y de asociaciones más o menos numerosas y mal calificadas como partidos políticos, los patrones de bandas oportunistas unidos en el común propósito de lucrar a costa del país y arrasar con la institucionalidad que les resulta un escollo para sus ambiciones grupales. Liderazgo, lo que se llama verdadero liderazgo, ha brillado por su notoria ausencia. La nación ha marchado a los tropezones, al punto que sucumbe hoy bajo el peso, por un lado, de una corrupción monumental producida por la debilidad de las instituciones judiciales; y, por el otro lado, por la ausencia de un liderazgo creativo capaz de generar una visión inspiradora, que agregue valor y sacuda el letargo ciudadano.
Las palabras pierden valor y fuerza por el uso indiscriminado y excesivo. La palabra líder sufre actualmente esa tragedia, sobre todo en un escenario local donde cualquier pelafustán se la arroga sin más requisito que sus intenciones inconfesables. Es hora de desenmascarar a estos charlatanes y comprender que la prioridad nacional descansa en un liderazgo creativo, capaz de soñar nuevos y mejores destinos hacia los cuales dirigir las expectativas y el esfuerzo mancomunado de todos los ciudadanos. La construcción del porvenir necesita de estos nuevos lideres: la hora de los cabecillas y caudillos quedó en el pasado.