El 12 de junio de 1963, procurando hacer cumplir una sentencia del Tribunal Supremo que declaraba ilegal la segregación en la educación pública, la primera mujer de raza negra matriculada en la Universidad de Alabama, Vivian Malone, junto a James Hood, otro estudiante de raza negra, llegaban hasta las puertas de aquella institución universitaria. Tras una cadena de amenazas y proclamas desafiantes lanzadas por diversos personajes locales entre los que destacaba el gobernador de Alabama, George C. Wallace, ambos estudiantes ingresaron al ‘campus’ escoltados por la Guardia Nacional. “El día en que en los Estados Unidos haya un hombre que se sienta por encima de la ley y de las sentencias de los tribunales de justicia, habremos perdido la libertad a manos de los que quieren utilizarla contra la ley y contra la justicia”, proclamó El entonces presidente John F. Kennedy respecto a lo acontecido.
Muchos años después, rememorando en una conferencia este episodio, el ex presidente español, Felipe González, subrayó que “las leyes están al servicio de la convivencia democrática. Sin respeto a la ley y a los tribunales, incluso cuando se equivocan, no hay democracia”.
Es preciso aclarar, sin embargo, que no es el exceso de leyes lo que asegura una sana convivencia dentro de cualquier agrupación humana, sino el estricto cumplimiento de las ya existentes. En una nación con sobreabundancia de leyes, pero donde tengan más peso las conexiones políticas y sociales, las palancas y las influencias, un código judicial más abultado no hace la diferencia.
En la memoria histórica de este país descansan no pocos casos de accidentes de tráfico donde los culpables, por obra y gracia de sus contactos, influencias o nivel socioeconómico, evadieron las responsabilidades y los castigos que correspondían a la falta cometida, mientras las víctimas de sus irresponsabilidades eran lloradas y sepultadas por los parientes que les sobrevivían. Es por ello que el proyecto de ley con el que se pretende cancelar la licencia de conducir, de manera inmediata y definitiva, “a quienes causen accidentes por estado de embriaguez o intoxicación por estupefacientes”, no servirá de nada si no se aplica y se cumple estrictamente. Sería iluso hacerse de la vista gorda ante lo evidente: que la institución nacional encargada de los asuntos de tránsito no brilla por ser un modelo de eficiencia y respeto a las normas; y que las irregularidades y el tráfico de influencias son el hilo con el que se ha tejido su historia.