¡Cambiemos el dial! 

A lo largo de la historia de cualquier sociedad, la libertad ha resultado tan relevante como compleja: y ello porque posee tantas aristas que pretender concretarla en un par de conceptos, más que ridículo resultaría irrisorio.

Como valor absoluto, la libertad es la facultad de cada individuo para decidir cómo actuar, cómo pensar, qué expresar, qué hacer; con las únicas limitantes impuestas por las leyes y por lo que dicta el respeto a la libertad de las otras personas. Como todo lo que concierne al género humano, tiene sus luces y sus sombras, sus polémicas y sus cuestiones que parecen eternizarse sin aterrizar en respuestas claras y definitivas. La única lección clara y definitiva es que desvalorizar y dar la espalda a la libertad son los únicos requisitos exigidos para retroceder al autoritarismo y recaer en épocas de oscurantismo que atentan contra el progreso social.

La vulgaridad y el lenguaje chabacano que se han tomado algunos medios, sin duda debe preocupar a la sociedad en general; pero, más allá de un problema es un síntoma del proceso degenerativo en que han caído muchos aspectos de la vida nacional. La grosería extrema que campea en gran parte de las redes sociales, la televisión, la radio y otros medios de comunicación masiva son la radiografía profunda de uno de tantos males que aquejan al país; pretender resolverlo con despliegues autoritarios y con censura es lo mismo que intentar apagar un fuego rociándole gasolina. Para semejante infección, si lo que se desea es una solución definitiva, no existe mejor medicina que la educación. Y no sólo la que brindan los centros escolares, también la de los hogares que resulta primordial en el desarrollo temprano.

Censurar el concierto que un cantante de marras ofrecerá en el país es una opción arriesgada y peligrosa, porque hoy empezamos coartando la libertad del chabacano y mañana, cuando se le tome el gusto al autoritarismo, aplicaremos cadenas y mandaremos a las mazmorras todo aquello o aquél que no se amolde a nuestros prejuicios y que no comparta nuestra visión del mundo.

Si, indudablemente que la vulgaridad extrema resulta incómoda y es para preocuparse; pero la solución no radica en coartar libertades, la respuesta está en hacer de la educación la moneda de curso legal en nuestra sociedad.

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