A la opinión pública se le ha inculcado la tesis de la corrupción política como la causa de nuestro subdesarrollo, desigualdad económica, pobreza, hambre y desnutrición. Falta de recursos para la educación y la salud, malas carreteras.
La corrupción política ha existido en la América Latina desde la época colonial. Cuando los gobernantes locales pellizcaban un pedazo de las riquezas que transferían al reino de España. Cuando se importaban bienes prohibidos por la Corona o se contrabandeaba como medio de esquivar las leyes.
Nuestras repúblicas nacieron con diferencias raciales marcadas en niveles de subordinación y poder. Y si bien no se constituyeron en monarquías, las diferencias raciales motivaron el miedo al predominio de las mayorías en cualquier propuesta democrática efectiva. Ese miedo se caracterizó por el peligro de perder los privilegios justificados por su condición racial.
Los privilegios son otras formas de corrupción y tienen que ver con esa concepción de derechos adquiridos a la repartición de la riqueza nacional. A medida que el poder se fue desplazando paulatinamente a otros grupos raciales o diluyendo las distinciones esos privilegios como derechos adquiridos en el ejercicio del poder se han desprendido de la condición racial y se han institucionalizado como conducta en el ejercicio del poder.
Esto es típicamente un fenómeno latinoamericano. Algo que tomará tiempo erradicar. Ha tenido la capacidad de trasmutar más allá del origen racial y se ha constituido en un desvalor de la sociedad latinoamericana. La novedad de esta institución ha servido luego del cambio del modelo de producción económica hacia la apertura, la globalización, la liberalización y focaliza nuestra atención de nuestro subdesarrollo y desigualdad económica a la corrupción política.
Nos va mal no por causas sistémicas de nuestro modelo económico sino porque somos corruptos y desviamos los recursos económicos existentes para beneficio de algunos. Esto nos desvía la atención a explorar si en realidad nuestro problema es sistémico. Nuestras reglas de desarrollo económico están fundamentadas en premisas que benefician a otros especialmente a los factores de poder occidental y al dominio extranjero y no a nuestros propios intereses.
Focalizar nuestra atención en la expectativas de nuestra población nunca ha sido el norte de nuestras economías. Es así como vivimos a la expectativa de la inversión extranjera para explotar nuestros recursos naturales. O la falsa pretensión que solo a través de la inversión extranjera podremos resolver nuestros problemas económicos. No tenemos una base agrícola ni industrial. Nuestra base comercial hoy se encuentra rezagada por los cambios producidos por la tecnología digital y la de servicios amenazada por las presiones internacionales.
Mientras no exista una estrategia nacional que impulse la actividad económica sacando el mejor provecho a nuestras propias capacidades no vamos a resolver el problema de la desigualdad social ni a la falta de oportunidades. La corrupción posiblemente algún gobernante rompió el molde pero no sustentemos nuestra falta de prosperidad exclusivamente a solucionar un mal endémico como la corrupción sin enfrentar el problema sistémico de nuestro modelo de desarrollo económico.