Este mes de noviembre resulta de particular importancia para Panamá: conmemoramos 118 años de nuestra separación de Colombia y alcanzamos los doscientos años como nación independiente y responsable de la construcción de su propio destino. El camino ha sido escabroso a ratos, memorable en algunos otros y, sobre todo, de un continuado esfuerzo para superar los obstáculos y las limitaciones que han salido al paso a lo largo de los dos últimos siglos.
El escenario hoy oscila entre las luces y las sombras: los problemas no son pocos y el porvenir se tiñe de incertidumbres. Al deplorable legado que deja la pandemia se suman muchos otros que arrastramos persistentemente desde hace algunas décadas, entre ellos la corrupción generalizada en todos los ámbitos de la vida nacional, la tenaz cultura de antivalores y el reinado de una violencia cada día más desbocada. La improvisación se ha convertido en la constante que mantiene al país de tumbo en tumbo y desviado de los ideales y caminos que señalara la estirpe conformada por panameños como Ricardo J. Alfaro, Justo Arosemena, José Dolores Moscote, Eusebio Morales y muchísimos otros cuyos pensamientos y propuestas alumbraron la senda a seguir durante muchos años.
Hoy, como nunca antes, resulta fundamental repensar el país que queremos ser: una asociación mercantil concentrada en el bienestar de unos pocos privilegiados o una nación impulsada por valores y por el objetivo de facilitar las oportunidades para el desarrollo de cada uno de sus ciudadanos. Que estas fiestas patrias que celebramos hoy y- próximamente- las del bicentenario, sirvan para renovar la fe en los talentos nacionales y para la creación de un nuevo contrato social que nos impulse a trascender las pequeñeces y miserias que se roban el presente y amenazan el porvenir del país.