El camino al infierno… 

La descentralización, vista en el papel, es el proceso por medio del cual el Órgano Ejecutivo concede cada vez más autonomía a los municipios en el manejo de los recursos. Pecaba de extrema ingenuidad quien creyera que, al establecerse la misma, los manejos serían distintos a lo que habían sido hasta entonces en el sistema centralizado: la piñata a la que quedaría reducido dicho mecanismo era fácilmente previsible.

Según datos de la Contraloría General de la República, 751 alcaldes y representantes reciben 3 millones de dólares mensuales en concepto de salarios, dietas y gastos de movilización, lo que se traduce en 36 millones anuales. Sólo en el novedoso e inconcebible rubro de “movilización” este grupo de funcionarios consumen 1 millón 23 mil dólares mensuales que, al cabo de un año, se transforman en 12 millones 276 mil dólares con los que dejan de contar los municipios para resolver problemas y mejorar el nivel de vida de sus habitantes.

La ley de descentralización establece que “los consejos municipales tendrán competencia para estudiar, evaluar y aprobar el presupuesto de rentas y gastos municipales, que comprenderá el programa de funcionamiento y de inversiones”; y los sueldos, los gastos de movilización, los de representación y las dietas, al ser parte de los renglones del presupuesto de funcionamiento, deja la mesa servida para que los mismos que tienen en sus manos la potestad de aprobar el presupuesto se asignen estos jugosos privilegios.

El proceso de descentralización nació, tal vez, con la intención de promover y facilitar la participación local en la construcción de un mejor futuro para las comunidades del país; pero, las fallas y los resquicios legales con los que fue dada a luz confirman, una vez más, que el camino hacia el infierno está pavimentado de buenas intenciones. Una Contraloría renuente a fiscalizar y un arribismo desvergonzado impulsado por la cultura de la impunidad han abonado su respectiva cuota al problema.

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