El incremento de la pobreza, la desigualdad social y el empleo informal generalizado persisten, con dimensiones aún más descomunales luego de la irrupción del nuevo coronavirus. Y a medida que la pandemia decrece o que la fatiga provocada por la misma aumente, el descontento social volverá a tomarse las calles de Latinoamérica.
Para muchos centros de estudios políticos y sociales, el 2019 fue considerado como el año de las protestas: las explosiones sociales de Chile, Ecuador, Colombia, Puerto Rico y México serían únicamente un asomo de lo que vendría después. El recrudecimiento, en 2020, de las manifestaciones en la mayoría de estos países lanzarían la chispa para que el polvorín social se extendiera a Perú, Argentina, Bolivia y Costa Rica, entre otros. Al malestar legado por el 2019 se sumó, al año siguiente, el miedo y la incertidumbre del porvenir y el descontento ante la mala gestión de la pandemia y ante la corrupción gubernamental, que no cesó a pesar de la complicada situación sanitaria.
El 2021, a contravía de algunos pronósticos esperanzadores, no logra generar mayor confianza: el virus amenaza aún a la región y lo poco que queda en pie de la estructura económica se tambalea tras el cierre de millones de empresas y bajo el peso del desempleo galopante; recuperar los puestos de trabajo perdidos puede tomarle a la región de tres a cinco años, por lo menos.
En medio de este escenario regional, el inconformismo ciudadano que se toma las calles del país desde hace un par semanas era previsible y, seguramente, se intensificará y ampliará su radio de acción. Ante la angustia generada por las deudas, la próxima anulación de las ayudas sociales y del vale digital, el desasosiego del desempleo reinante y la tensión acumulada durante meses, era sólo cuestión de tiempo que la olla comenzara a soltar la presión social. Corresponde ahora a quienes llevan el timón del Estado gestionar los desafíos que todo ello plantea a la gobernabilidad y a la estabilidad del país. Se requieren procesos eficientes de escucha para comprender las causas del malestar y para generar las respuestas y soluciones propicias para desactivar el descontento; además de administrar los cambios y la demanda social que la pandemia deja como legado. Pero, el incipiente fuego ha de afrontarse de inmediato porque en catorce días seguramente alcanza dimensiones catastróficas causando daños considerables e irreversibles a todo el bosque.