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Etiqueta: descontento

Los nubarrones y la espada de Damocles

La democracia en América Latina pende de un hilo. Los acontecimientos de los últimos años en la región han evidenciado la fragilidad de las instituciones democráticas y el hartazgo de los ciudadanos con gobiernos ineficientes, corruptos y desiguales. Desde las protestas masivas en Chile y Colombia, hasta los controvertidos procesos electorales en Bolivia y Perú, pasando por la represión brutal en Nicaragua, los latinoamericanos han salido a las calles a expresar su descontento.

La confianza ciudadana decae cada vez más, mientras que la insatisfacción con la democracia alcanza niveles preocupantes. Estos hechos revelan una crisis de representatividad sin precedentes. La desigualdad y la pobreza son la piedra angular de este descontento. América Latina continúa siendo la región más desigual del mundo a juicio de diversas instituciones e informes globales. La pandemia no hizo más que acentuar las brechas, arrojando a millones más a la pobreza. Los gobiernos no han logrado distribuir la riqueza y brindar oportunidades a todos los sectores.

Panamá no escapa a esta realidad. El istmo centroamericano ocupa el séptimo lugar en desigualdad en América Latina. Casi un 30% de la población vive en pobreza y un 20% en pobreza extrema en las comarcas indígenas. La reciente ola de protestas contra la carestía de la vida demuestra el hartazgo de los panameños con la desigualdad persistente.

Si la región no enfrenta sus brechas sociales y reconstruye la confianza ciudadana en las instituciones, la estabilidad democrática continuará deteriorándose. Se requieren reformas profundas y pactos entre todos los sectores de la sociedad. Pero el primer paso es que las élites políticas y económicas despierten a la realidad de los más vulnerables. De no hacerlo, el descontento popular seguirá creciendo, con consecuencias impredecibles. En Panamá y el resto de América Latina, la democracia pende de un hilo que puede romperse en cualquier momento.

El descontento habla

Los vientos del descontento social soplan con fuerza en Latinoamérica. Como han previsto varios estudios e informes publicados en los últimos años, la región se encuentra inmersa en una ola de protestas y manifestaciones que reflejan el hartazgo de la población ante los graves problemas sociales y económicos no resueltos.

Panamá no ha sido la excepción. La reciente jornada de protesta nacional demuestra que los gobiernos sordos a los clamores populares y que varias décadas de desigualdad, falta de oportunidades y una sensación de estancamiento están pasando factura al tejido social del país. Situaciones similares ocurren en Chile, Colombia, Perú y otros países latinoamericanos.

Es hora de que los gobiernos asuman su responsabilidad y emprendan reformas reales, en lugar de paños tibios. Urge una nueva generación de líderes capaces de replantear el modelo político y económico dominante, que claramente ha fallado en beneficiar a amplios sectores de la población.

Son necesarias soluciones creativas e innovadoras para enfrentar flagelos como la corrupción, la concentración de la riqueza y la desatención de servicios básicos como la salud, la vivienda y la educación. El statu quo ya no es una opción.

Latinoamérica merece un nuevo pacto social, basado en la igualdad de oportunidades, la transparencia, la rendición de cuentas y un modelo económico centrado en las personas, no en pequeñas élites. Es la única forma de encauzar el inconformismo ciudadano por vías pacíficas y productivas.

De no ocurrir este “reseteo”, es probable que la agitación y las protestas sigan extendiéndose en los próximos años. Ningún gobierno de la región puede darse el lujo de ignorar las señales que envía una ciudadanía hastiada de promesas vacías y migajas insultantes. O aflojan el nudo que estrangula a las grandes mayorías, o el nudo terminará por estrangularlos a ellos. La historia está observando.

El dilema de las calles cerradas: ¿voz o ruido?

Las calles de América Latina y Panamá, cada vez con más frecuencia, son inundadas por el hastío y la impaciencia provocada por la persistente sordera que muestran los gobernantes ante los constantes reclamos y necesidades de la población. Un poco antes de la pandemia del coronavirus, América Latina era ya un hervidero donde cada nuevo día venía acompañado de otra protesta callejera. Ahí están Guatemala, Nicaragua, Ecuador, Costa Rica y Colombia que dan fe de ello. Y Panamá no le va a la zaga, porque las quejas son innumerables: inequidad, falta de servicios básicos, corrupción… y la lista sigue y sigue.

Evidentemente, cuando el derecho a la protesta se expresa con el cierre de calles y avenidas, se atenta contra otro derecho fundamental: el del libre tránsito de quienes no forman parte de los grupos que manifiestan su inconformidad. Y la discrepancia entre un grupo y otro puede desembocar – y ha ocurrido ya- en episodios de violencia que nada aportan a la solución de los problemas pendientes.

La protesta social callejera, con todas las afectaciones que provocan en la actividad comercial, en el libre tránsito y con sus múltiples alteraciones de la vida cotidiana, es un debate pendiente que merece ser abordado. Pero, nadie en este país ignora que el cierre de vías es la única manifestación que obtiene la inmediata atención de los funcionarios cuya sordera y desidia han alimentado el hastío imperante. Aún no aprenden que no solo se trata de cobrar el salario estatal y prometer a diestra y siniestra sin la mínima intención de cumplir, sino que como funcionarios su deber y misión es resolver problemas que afectan a grandes sectores de la población.

El cierre de calles como forma de protesta social es más que una simple interrupción en el tráfico. Es un grito, una demanda, un deseo de cambio. Es esencial comprender y respetar las razones detrás de estos actos, pues en ellos se esconde el pulso de una sociedad que reclama ser escuchada.

Lo que se precisa…

Pretender silenciar el descontento manifestado por los más diversos grupos a lo largo del país, es tan absurdo como esperar apagar el fuego rociándole con gasolina. Es demasiada la carga de frustración y desencanto acumulada durante las últimas décadas. Porque, seamos claros, la repetitiva indiferencia ante las necesidades populares y la criminal incapacidad para brindar soluciones efectivas a problemas que son básicos, han caracterizado a las distintas administraciones gubernamentales de las últimas tres décadas. Y la presente, en sus tres años de ejercicio, hizo lo que se precisaba para constituirse en la gota que derramara el vaso.

Era cuestión de tiempo que la insatisfacción general se desbordara tomándose el escenario público tal como ocurre en estos momentos. Porque, “tanto va el cántaro a la fuente, hasta que se rompe”, reza la sabiduría popular. Pero, las señales apuntan a que en las altas esferas gubernamentales no prestan atención a ningún refranero ni a la experiencia destilada en ellos a través del tiempo. Lo que, además de imprudente, resulta extremadamente peligroso en una nación con los ánimos caldeados.

Aún restan dos años de mandato: tiempo suficiente para reconfigurar el rumbo y llevar a cabo las correcciones que sean necesarias en beneficio del país. La represión y la sordera reinantes no son la opción apropiada para superar las diferencias y comenzar la construcción de los acuerdos que favorezcan la estabilidad social. Superar el amenazante escenario presente exige un real interés por los problemas que aquejan a la ciudadanía; y la firme voluntad de alcanzar soluciones y consensos.

 

Descontento social en Panamá

Descontento social en Panamá, ¿Callejón sin salida?

Los 36 meses que lleva este periodo constitucional podrían muy fácil encabezar el “ranking” de los días donde más protestas se han registrado en los últimos 15 años.

Solo una mirada superficial a las redes sociales alimenta la percepción de que el gobierno tiene muy poco respaldo entre la población. Pero, ¿se trata solo de un espejismo digital o estamos frente a un real descontento generalizado? Y sí es así, ¿podríamos estar a las puertas de un estallido social?

El 1 de julio de 2022, el gobierno de Laurentino Cortizo llegó a su tercer cumpleaños asediado por una cadena de protestas que, para colmo, hacen evidente que esas quejas fueron ignoradas o mal atendidas, en el mejor de los casos.

La última semana de junio de este año, surgieron protestas de transportistas y docentes en Chiriquí, que pedían congelar los precios del combustible en todo el país; una solicitud que terminó por sumar grupos en otras provincias y en la capital, donde simultáneamente otros grupos hacían sus propias convocatorias con las mismas banderas.

El gobierno logró, al filo de la fecha del discurso del presidente en su tercer aniversario como mandatario, un acuerdo con los transportistas; pero, ese acuerdo no satisfizo a toda población y como consecuencia las protestas han continuado, extendiéndose ahora a la provincia de Veraguas y a la región de Azuero.

El clima empezó a calentarse desde inicios de mayo. Una huelga general explotó en la ciudad de Colón, en el extremo norte del Canal de Panamá, y duró tres semanas, dejó perdidas calculadas en 180 millones de dólares y terminó sin que se sepa- a ciencia cierta- cuales fueron los compromisos del gobierno. En esa ciudad, bañada por el mar Caribe, también se exigía una medida frente al alza en los precios de los combustibles.

La percepción que parece regir es que la población no logrará atención de parte del gobierno sin acciones de presión. Un reciente estudio sociológico, al que Destino Panamá tuvo acceso plantea que “en el imaginario de los panameños disminuye la percepción del Gobierno como una unidad administrativa con capacidad de resolver problemas”.

En ese estudio se traza una clara radiografía de lo que podríamos considerar el descontento de la sociedad panameña que, en 2022, concita una acumulación de sinsabores que vienen desde hace 15 años. “Los órganos del Estado tienen una baja percepción ciudadana en los últimos tres gobiernos: el poder judicial y el legislativo pierden espacio, de manera sostenida, en la credibilidad y el imaginario ciudadano”, concluye el documento.

Además de estos daños, que cumplen el rol de antecedentes de la coyuntura actual, el manejo de la crisis por la pandemia terminó sumando los ingredientes de “falta de transparencia, potenciación del clientelismo político” y la percepción de que estamos en una suerte de “crisis de gobernabilidad”, según el citado estudio.

 ¿Y … El estallido?

Para los sociólogos ese escenario requiere de un elemento esencial, “un estallido social requiere organización”, explica el analista Víctor Jaramillo Núñez, “una cara visible que convoque y organice”, añade el experto. Algo que por el momento no se ve en la realidad del país canalero.

Según Jaramillo Núñez, estamos más cerca de un escenario de expresiones aisladas, “movilizaciones anárquicas, masas inconformes con poca o nula dirección”. Un ejemplo, las protestas de Colón, en mayo, y las de Chiriquí, en junio, no lograron coordinarse entre sí y menos sumar al resto de los inconformes en el país por el mismo tema. Una especie de acuerdo para el desacuerdo.

La falta de esa figura que concite y guíe la insatisfacción, hace que la población sienta que se diluyen las posibilidades de lograr transformaciones reales en el sistema y desde la ciudadanía; “las protestas, aunque continuas, no tiene un punto de convergencia que impulse reformas profundas al régimen político y la dinámica institucional”, explica el documento citado. En pocas palabras, según ese análisis, nos queda un árido camino de 2 años en los que el descontento seguirá acumulándose y generando protestas cada vez más frecuentes e intensas.

La población intentará generar un viraje dramático de la dirección del país a través de las elecciones de 2024; un proceso que tendrá que superar las amenazas de un clientelismo fuera de control y sortear los vicios de la manipulación a través del poder económico. ¿Será posible? …

La mirada tendida hacia el espanto

El escándalo en torno a los “ingresos” que perciben los alcaldes y representantes pone a prueba la paciencia ciudadana. Porque resulta inconcebible que un alcalde se embolse entre 7 mil 350 y 12 mil 250 dólares mensuales a cambio de nada; la mayoría vegetando en una gestión donde la incompetencia y la mediocridad son la nota dominante.

El alcalde del distrito capital, como ejemplo concreto, devenga 12 mil 250 dólares cada mes entre salario, dietas, gastos de representación y, por supuesto, los de movilización. Pero, parodiando al poeta nacional, tiende usted la mirada y se encuentra con una gestión caracterizada por proyectos absurdos y una ausencia absoluta de cualquier logro encomiable. Sólo en la entrega de placas vehiculares, renglón en el que se había logrado un nivel de efectividad que beneficiaba a los usuarios, es patente la desidia al punto que ahora el proceso resulta de una lentitud irritante con filas interminables que no respetan el tiempo ni los intereses de quienes están obligados a sufrirlo.

El de Colón, por su parte, percibe 10 mil 750 dólares mensuales de ingreso, de los cuales 3 mil 500 representan gastos de movilización. Y, por donde quiera abordarse, semejantes privilegios no se reflejan en una gestión administrativa que redunde a favor del municipio que encabeza; lo único que destaca es la extrema desfachatez, la burla y la falta de respeto hacia sus conciudadanos cuando declara que “al final de la cuenta si tú vas a trabajar, divide 3 mil 500 por día (al mes), no nos alcanza”.

A falta de argumentos y razones, la sorna y la desfachatez son la respuesta pronta de quienes destacan dentro de este grupo de privilegiados nacionales. Ignorar el descontento que dos años de pandemia han fermentado en el sustrato ciudadano, es jugar irresponsablemente con fuego. El momento es propicio para que la ciudadanía recapacite y lo piense muy bien antes de depositar su voto y su confianza en personajes nefastos cuyas neuronas y mirada no van más allá de sus muy particulares intereses.

Al doblar la esquina

Nunca como ahora fue más claro el diagnóstico: la exclusión, las desigualdades sociales y la corrupción- entre muchas otras lacras- gangrenan la vida en comunidad y las mayorías alrededor del mundo levantan su voz para hacer patente su inconformidad.

Durante los últimos quince años, según establece un estudio de la Fundación Friedrich Ebert de Nueva York, han aumentado y continúan haciéndolo las manifestaciones por “demandas razonables”; entre 2006 y 2020 fueron documentados casi 3 mil levantamientos populares en cerca de 101 países alrededor del mundo y destaca que en dicho período se dieron unas cincuenta manifestaciones en las que participaron más de un millón de personas: como las ocurridas en la India, donde unos 250 millones de campesinos se opusieron férreamente al plan de liberalización de la agricultura.

Después de los reclamos económicos, la corrupción es la segunda causa que genera inconformidad alrededor del planeta. El descontento global, además, abarca desde la justicia económica hasta las medidas restrictivas impuestas a causa de la Covid-19, pasando por el fracaso de la representación política o de la democracia, los derechos civiles, la brutalidad policiaca, los derechos laborales, el racismo, la violencia de género, la mala gobernanza, el liderazgo político obsoleto e ineficiente… y la lista continúa.

En el 2019, la mecha encendida del descontento se expandía por las naciones del norte y del sur, así como también por los países árabes y las democracias occidentales, cuando repentinamente apareció el nuevo coronavirus y puso en suspenso todo el escenario. La pandemia vino a remarcar las deficiencias y las debilidades del sistema y lanzó más combustible aún al fuego de las decepciones y del descontento mayoritario. Los gobiernos aprovecharon, bajo la excusa de controlar la ola de contagios, para restringir las libertades, los derechos ciudadanos e instaurar nuevas medidas de control más allá de lo necesario.

Latinoamérica no ha sido la excepción. Aún siguen frescas en la memoria las imágenes del descontento puesto sobre el tapete a lo largo y ancho de la región, esta vez en contra de las medidas restrictivas, de la pobreza, el hambre y el desempleo que se extiende como una fatídica infección: desde México hasta Argentina, pasando por Colombia, donde el hastío quedó resumido en la frase “el hambre no se ha ido de cuarentena”.

Ante una pandemia sin visos de desaparecer, de un sistema de representación política carente de la confianza ciudadana, de una debacle financiera cuya sombra de hambre y desempleo amenaza a las grandes mayorías latinoamericanas, no queda sino esperar que el futuro que espera al doblar la esquina llegará con una monumental y estremecedora carga de inconformidad y protestas. Las calles del continente retumbarán bajo el peso de las exigencias ciudadanas.

La coherencia ausente o la destrucción social

La coherencia, sin duda alguna, es el esqueleto sobre el que se estructura el carácter; es la cualidad que lleva a una persona a actuar de forma consecuente con sus ideas, principios y valores de tal manera que manifiesta una relación lógica entre lo que piensa, dice y hace. Sin coherencia no existe la credibilidad.

Tal virtud no concierne únicamente al ámbito personal: es elemento fundamental en las organizaciones de cualquier tipo incluyendo las institucionales y las gubernamentales. Un gobierno, como cualquier entidad carente de coherencia, está condenado al fracaso por carecer de credibilidad, por no contar con la confianza ciudadana. Y la confusión que provoca la contradicción entre lo que se predica y lo que se hace, sólo contribuye alimentando la incertidumbre, el descontento y la rebeldía social: que es precisamente lo que comienza asomarse en el horizonte nacional.

Luego de advertir, en repetidas ocasiones, que a causa de la difícil situación de las finanzas estatales resultaba imposible satisfacer diversas necesidades de amplios sectores ciudadanos, las actuaciones de los gobernantes han marchado a contravía de sus palabras. Aumentar los viáticos a los funcionarios que realizan “misiones” al interior del país tuvo el efecto de una sonora bofetada en un amplio sector de funcionarios a los que se les privó de bonos, aguinaldos y otros incentivos so pretexto de una austeridad que, para la mayoría, resulta selectiva.

Y ésta ha sido la tónica desde que iniciara la pandemia. Veinte meses después y con 13 mil millones adicionados a la deuda- según señalan algunos financistas- la restricción del gasto público y la austeridad no son más que estribillos utilizados como excusa para dar la espalda a las necesidades de la población más golpeada por la crisis sanitaria. Las muestras de descontento y rebeldía dadas en las últimas horas sólo es un asomo del hastío social que seguirá creciendo en los próximos días. He ahí el fruto de la incoherencia, primer germen del inconformismo que empieza a adueñarse del escenario criollo.

La chispa creciente

El incremento de la pobreza, la desigualdad social y el empleo informal generalizado persisten, con dimensiones aún más descomunales luego de la irrupción del nuevo coronavirus. Y a medida que la pandemia decrece o que la fatiga provocada por la misma aumente, el descontento social volverá a tomarse las calles de Latinoamérica. 

Para muchos centros de estudios políticos y sociales, el 2019 fue considerado como el año de las protestas: las explosiones sociales de Chile, Ecuador, Colombia, Puerto Rico y México serían únicamente un asomo de lo que vendría después. El recrudecimiento, en 2020, de las manifestaciones en la mayoría de estos países lanzarían la chispa para que el polvorín social se extendiera a Perú, Argentina, Bolivia y Costa Rica, entre otros. Al malestar legado por el 2019 se sumó, al año siguiente, el miedo y la incertidumbre del porvenir y el descontento ante la mala gestión de la pandemia y ante la corrupción gubernamental, que no cesó a pesar de la complicada situación sanitaria. 

El 2021, a contravía de algunos pronósticos esperanzadores, no logra generar mayor confianza: el virus amenaza aún a la región y lo poco que queda en pie de la estructura económica se tambalea tras el cierre de millones de empresas y bajo el peso del desempleo galopante; recuperar los puestos de trabajo perdidos puede tomarle a la región de tres a cinco años, por lo menos. 

En medio de este escenario regional, el inconformismo ciudadano que se toma las calles del país desde hace un par semanas era previsible y, seguramente, se intensificará y ampliará su radio de acción. Ante la angustia generada por las deudas, la próxima anulación de las ayudas sociales y del vale digital, el desasosiego del desempleo reinante y la tensión acumulada durante meses, era sólo cuestión de tiempo que la olla comenzara a soltar la presión social. Corresponde ahora a quienes llevan el timón del Estado gestionar los desafíos que todo ello plantea a la gobernabilidad y a la estabilidad del país. Se requieren procesos eficientes de escucha para comprender las causas del malestar y para generar las respuestas y soluciones propicias para desactivar el descontento; además de administrar los cambios y la demanda social que la pandemia deja como legado. Pero, el incipiente fuego ha de afrontarse de inmediato porque en catorce días seguramente alcanza dimensiones catastróficas causando daños considerables e irreversibles a todo el bosque. 

¿Hacia dónde vamos? 

El hastío ciudadano enfiló sus protestas en contra de las condiciones imperantes y de las élites políticas y económicas que mantienen secuestradas las estructuras del Estado ahogando cualquier posibilidad de cambio que beneficie a las mayorías. En el último trimestre de ese año Chile, Colombia, Bolivia y Ecuador levantaron la voz y su descontento resonó por todo el continente. Luego, cuando la pandemia mantenía en vilo al mundo, en Bolivia y Colombia la ira superó al miedo y las multitudes se lanzaron a las calles para dejar en claro su inconformismo. A fines de 2020 y comenzando el 2021, Paraguay y Perú se unieron al descontento popular que como una mecha encendida recorría el paisaje continental.

Panamá, donde la tolerancia ante la degeneración política se perfilaba infinita, durante las últimas semanas se unió al coro de los países que se rebelan contra un escenario dominado por el oportunismo de los grupos dominantes y el feroz saqueo que se ejecuta contra las arcas públicas.

Sin embargo, no basta con enojarse. Saber lo que no se quiere es relativamente sencillo: nadie desea un país con corrupción, con políticos deshonestos que pelechan en vez de servir. Nadie desea un país donde la educación es un fracaso y donde se dilapidan los recursos estatales para beneficio de unos pocos; en fin, nadie desea seguir viviendo en una nación donde el contrato social ha caducado, la justicia se arrastra retorcida y donde el bien común resulta ser, simplemente, una utopía.

Protestar es un primer paso, manifestar el descontento es el primer peldaño de la escalera; pero, no el único. Para iniciar la construcción de un nuevo país es necesario contar con un plano detallado de las características con que se le sueña. Resultaría absurdo, por no decir temerario, aventurarse a navegar sin tener en claro el puerto al que se quiere arribar; tan absurdo como iniciar la colocación de bloques sin tener una idea clara y detallada de la casa que aspiramos habitar.

El descontento, cuando no va de la mano de un objetivo detallado, sólo sirve para abonar la incertidumbre y la confusión; y estas dos últimas son el caldo de cultivo perfecto para que prosperen nuevos oportunistas o, peor aún, políticos con ínfulas mesiánicas que, por lo general, terminan por destruir aquello que prometen salvar.

¡Basta ya!

Las de ayer, en distintos puntos de la geografía nacional, fue un grupo más de las muchas protestas registradas en el prontuario del descontento latinoamericano. Desde Chile hasta México, pasando por Perú, Bolivia, Colombia, Haití, Costa Rica, Nicaragua y ahora Panamá, el entramado de todas estas manifestaciones está tejido por un hilo en común: la ira del ciudadano de a pie provocada por la corrupción y el oportunismo de una clase política dominada por apetitos desbocados y que ya, en el colmo de la desvergüenza, pretende institucionalizar sus lacras y sus retorcidos paradigmas sin importar ni medir las funestas consecuencias que puedan provocar.

Atrás quedó aquella ingenua esperanza de muchos al creer que la pandemia sacaría lo mejor de cada uno y que la virtud desmesurada sería el lazo que nos mantendría a flote- a todos- hasta superar la crisis. Pero, el microscópico virus únicamente logró exacerbar aún más la codicia y avivar el fuego del oportunismo político que por demasiadas décadas ha desangrado a esta parte del mundo.

Creadores indiscutibles del género de la telenovela, donde las más insospechadas e inalcanzables fantasías terminaban por concretarse, una casta indecente terminó por llevar la fórmula a la política convirtiéndola en la lámpara mágica con la cual demasiados inescrupulosos-con sólo frotarla- obtienen acceso inmediato a la riqueza instantánea asaltando el cofre común.

La manifestación deja lecciones iniciales muy claras. La primera y la más importante es que, sin importar las diferencias, superarlas y unirse es el primer requisito para acabar con las pretensiones de quienes añoran arrebatarle el futuro a la nación. En adelante, los que apostaban a la incapacidad ciudadana de fusionarse en un solo propósito intentarán cualquier medio posible para revivir el divisionismo, para quebrar esta naciente unidad que pone en la picota el absoluto desprecio de los políticos por sus electores. Unidad que amenaza, también, su colección de privilegios y sus oportunidades de riqueza fácil; por lo que se requiere mantener, a toda costa, esa unión y el propósito común.

Las reconstrucciones nunca resultan fáciles; menos aún en una situación inédita como la de una pandemia. Pero, la nación y el futuro bien valen el monumental esfuerzo; de ello depende el legado que dejemos a las próximas generaciones: un país donde la convivencia pacífica, la estabilidad y la prosperidad general sean las notas dominantes y no las peligrosas perversiones que un minúsculo grupo intenta institucionalizar.

La amenaza subterránea

El 28 de abril pasado, Colombia vio surgir la ola de protestas más importante de los últimos años. Mientras el país sufría una de las arremetidas más fuertes de la pandemia, decenas de miles de personas salieron a protestar en contra de una impopular reforma tributaria a la cual terminaron de sumar, también, el descontento por la violencia policial y la inconformidad por la desigualdad enraizada en la nación sudamericana.

Tras unos pocos días de iniciadas las protestas, quedó en evidencia que las mismas habían sacado a la superficie algo que para nadie era un secreto, pero que permanecía soterrado sin que alguien se atreviera a airearlo públicamente: el odio de clases subyacente, silenciado durante mucho tiempo. Los graves enfrentamientos dados en Cali entre los habitantes de barrios exclusivos-apoyados por algunos miembros de la policía- y las turbas de manifestantes son síntomas del grave resquebrajamiento social producido por la creciente desigualdad, la diferencia de clases y el racismo.

Cali es la tercera ciudad más importante de Colombia y entre 2019 y 2020, acelerada por la pandemia, la desigualdad se acentuó cuando engrosaron las filas de la pobreza 375 mil 990 personas más, de los aproximadamente 2 millones 200 mil habitantes de la urbe.

Colombia trae a cuestas una larga y complicada historia en muchos de cuyos recovecos puede estar el origen de esa fractura social. Pero, no es un trauma del que tenga la exclusividad: la llegada del coronavirus acrecentó el descontento y no hizo sino reflotar el problema.

Problema que, semejante al del país sureño, puede estar latente en algunos paisajes de Latinoamérica. En nuestro escenario criollo, por ejemplo, sólo basta una ojeada a las redes sociales para constatar la creciente intolerancia y la acentuada belicosidad del discurso que a diario ahí dentro se desarrolla. La imposición de prejuicios y opiniones ejerce su reinado ante una absoluta falta de voluntad de debatir y concertar.

Fuera de ese mundo virtual el asunto no muestra ser mejor. El discurso nacional abunda en descalificativos y acusaciones, mientras brillan por su ausencia las propuestas y las ideas que redunden en beneficio de todos. El discurso diario tan negativamente alimentado, provoca la fractura social de la que nace, inevitablemente, el odio de clases. Odio que hoy subyace en el conflicto vecino y amenaza la estabilidad de la nación sureña. La lección está dada para el resto del subcontinente. Evitemos, por acá, que ese odio infeccioso y subterráneo cobre fuerzas y emerja amenazando la estabilidad y la recuperación nacional.