El Diccionario de la Lengua Española define credibilidad como aquella cualidad gracias a la cual alguien resulta creíble; en otras palabras, la virtud del carácter que convierte la palabra o las promesas de un individuo en un compromiso que, aunque se derrumben los cielos, será fielmente cumplido.
Tiempos hubo, no muy lejanos, en que no eran necesarios los documentos ni los testigos: bastaba la palabra dada entre dos personas para que cualquier convenio adquiriera valor de ley. Y traicionar esa palabra acarreaba tal afrenta e indignidad que equivalía prácticamente a una muerte social.
La vida en comunidad es un compromiso entre todas las partes que la componen: gobernantes, instituciones y ciudadanos. Y este compromiso se estructura sobre una serie de funciones que a cada uno de los integrantes corresponde cumplir: a los gobernantes toca, fundamentalmente, velar por la integridad y ejecución del bien común; las instituciones han de crear las condiciones efectivas para el coordinado ejercicio de los derechos y deberes ciudadanos y, por su parte, los ciudadanos han de llevar sus actividades respetando el sistema de normas legales y sociales vigentes, de tal manera que contribuyan con una sana y pacífica convivencia.
Cuando la credibilidad empieza a deteriorarse, es signo inequívoco de que la enfermedad social se ha instaurado en el organismo comunitario. Y si ese proceso de deterioro avanza sin freno no podemos esperar otra cosa que la aparición – cada vez más acentuada y descontrolada- de corruptelas, impunidades y delitos a todos los niveles. No olvidemos que en cualquier estructura mecánica es una verdad de a cuño que un eje o pieza desgastada o torcida termina por echar a perder el correcto funcionamiento del aparato en cuestión.
El peligro adquiere ribetes agravados cuando quienes gobiernan son los que carecen del mínimo nivel de credibilidad: cuando sus acciones van en dirección opuesta a donde apuntan sus palabras. Al renegar de sus deberes y funciones y colocarse peligrosamente por encima de las normas que regulan la convivencia, instauran un modelo negativo que termina por permear a las instituciones y al ciudadano de a pie, multiplicando las conductas delictivas. En su inmensa arrogancia y embriagados por el poder que se deriva del manejo del Estado, no se percatan que son ellos quienes aprietan el acelerador de la descomposición social cuyas consecuencias arrastrarán a todos.
Entre un Gobierno que lo hace mal y un Pueblo que lo consiente, hay una cierta complicidad vergonzosa, escribió en su momento Víctor Hugo. Nunca fueron tan universales esas palabras como ahora que retratan perfectamente a un país tan lejano y distinto a su Francia natal.