La impunidad es la ausencia de castigo a los culpables de delitos y violaciones a las normas legales; la misma implica un grave obstáculo para la seguridad, desarrollo y el bienestar de la sociedad en la que está presente. Algunos la señalan como consecuencia directa de la corrupción: otros prefieren considerarla como un círculo vicioso donde la corrupción genera impunidad y ésta, a su vez, impulsa una creciente corrupción.
Lo cierto es que una de las consecuencias más graves del reinado de la impunidad es la erosión que provoca en los valores éticos y morales al poner a ciertos grupos o élites por encima del sistema legal convirtiendo en una mera ficción el principio de igualdad ante la ley. Si la Justicia no garantiza que se castigue el delito, esta perversión de las normas estimula la reincidencia de las faltas y alimenta su multiplicación.
Así como los estudios científicos han demostrado que una droga “ligera” como la mariguana señala el camino para arribar a otras de carácter pesado en cuanto a adicción y peligro, igualmente la tolerancia a delitos “menores” como la piratería va creando en la sociedad una actitud permisiva para delitos de mayor envergadura como el atraco a las arcas públicas. Esta creciente permisividad y tolerancia ante la impunidad, sin duda alguna, es la fuente primaria que nos ha llevado a la situación que todos lamentamos pero que nadie se esfuerza en corregir. Situación donde, cada día, los escándalos de corrupción se multiplican como una infección descontrolada sin que medie castigo para quienes cometen los ilícitos.
Luego de más de un año de pandemia, donde hemos venido dando tumbos de escándalo en escándalo, el de las vacunaciones clandestinas viene a convertirse en el epítome que condensa la grave crisis institucional que carcome la estructura no sólo gubernamental sino, también, la social. En esa particular escena del drama, se reúnen todos los elementos que atentan contra el bienestar de la nación: un grupo que, motivado por la persistente impunidad, rompe con las normas establecidas para lucrar a costa de la crisis de salud; un sistema de justicia cuya lenta reacción ofrece- a quienes quebrantan las normas- la oportunidad de “desaparecer” el delito perpetrado; y funcionarios evidentemente incompetentes cuya indignación no va dirigida contra los infractores sino contra quienes denuncian y exigen que se apliquen los correctivos que establecen las leyes.
Soplan vientos de cambio impulsados tanto por las secuelas económicas de la pandemia, así como por el hastío de los pueblos; los ejemplos cercanos abundan. Si las estructuras gubernamentales continúan aupando la impunidad en nuestros pueblos, cuando menos lo esperen serán sorprendidas por el desborde de las masas que, hartas de los privilegios y exabruptos de una pequeña casta, decidirán imponer los cambios que consideren para su propio beneficio. Y en ese momento de ebullición social no serán la justicia ni las normas las que se impondrán: será la fuerza del mayor número de los que se rebelan.