Mientras el célebre ex secretario de estado norteamericano, Henry Kissinger, advierte que los gobernantes deben prepararse para la transición a un nuevo orden mundial posterior al coronavirus, un graffiti en Hong Kong describe de manera simple y brillante la encrucijada: “No podemos volver a la normalidad porque la normalidad era el problema”.
Y si en 1347 la peste negra propició las condiciones para que irrumpiera el Renacimiento- ese gigantesco proceso de rediseño de la época de entonces-, esta nueva pandemia es la oportunidad perfecta para corregir el camino y reorganizar un mundo que desde hace años ya mostraba las costuras del inminente colapso que amenazaba ceñirle el pescuezo al siglo XXI.
La pandemia del Covid-19 se ha caracterizado por la increíble velocidad de dispersión alcanzada por el virus y, además, por su poderosa capacidad para modificar los usos y las costumbres alrededor del planeta; sin obviar el impulso definitivo con el que ha sellado la carrera de digitalización de toda la sociedad. Hoy, en un proceso irreversible, la tecnología y la inteligencia artificial se han instalado en cada actividad de la vida humana, por poner solo un ejemplo.
En medio de toda la miseria y la destrucción dejada a su paso, toma forma uno de los legados que puede establecer la diferencia entre la realidad pre y la post pandémica: el cambio profundo en la escala de valores individuales y colectivos. Las masas ciudadanas alrededor del globo son conscientes ahora de lo absurdo que resultan las fallas y carencias sufridas por las mayorías en un mundo donde la ciencia y la tecnología echan por tierra los obstáculos mientras, poco a poco, borran la palabra imposible del vocabulario humano.
Esta nueva consciencia es el primer paso en el cambio de actitud que resultará fundamental para la creación del futuro más próximo. Un futuro, por cierto, donde los individuos deben abandonar la pasividad y tomar parte activa en la generación y creación de soluciones. Porque no faltarán quienes pretendan regresar a las condiciones prevalecientes antes de la crisis sanitaria: precisamente aquellos que se beneficiaban de ellas a costa del bienestar de las mayorías.
Esta es la encrucijada: tomar las riendas del país que habitamos, imaginar entre todos hacia dónde queremos llevarlo, aportar propuestas y dibujar un plano detallado para construirlo de tal manera que en él existan posibilidades para todos. O dejarlo en manos de los de siempre, sacarle el cuerpo a nuestra responsabilidad como sociedad y firmarle otro cheque en blanco a los mismos que construyeron la desastrosa realidad en medio de la cual nos sorprendió el microscópico virus.
“Porque veo al final de mi rudo camino, que yo fui el arquitecto de mi propio destino”, recitaba Amado Nervo sin aventurar que, exactamente un siglo después de su muerte, esos versos resonarían en un mundo plantado ante la disyuntiva de reconstruirse totalmente.