Fragmentación sin futuro

Durante demasiado tiempo la nación se ha mantenido sumergida en una guerra de dimes y diretes: en un intercambio de insultos y recriminaciones donde no se ha dejado espacio para el debate ni para las ideas u opiniones distintas.

Como una infección, se han multiplicado los bandos cuya finalidad parece ser la imposición de sus intereses y apetitos además de la aniquilación inmediata del adversario y la destrucción de las mínimas normas de convivencia comunitaria.

Una nación hecha a imagen y semejanza de cada grupo en discordia es la meta perseguida, a costa de los derechos, las ideas y los argumentos diferentes.

Particularmente en la política, el fanatismo parece ser la norma dominante. Se ataca al adversario, se le descalifica e imputa un infinito rosario de vicios con la finalidad de reducirle al mínimo; mientras se glorifica y ensalza a aquellos cercanos y afines, aun cuando lucen igualmente las lacras que se le endilgan al enemigo. Rigen las apetencias, no los principios.

Las redes sociales han terminado convertidas en el megáfono de esta batalla campal. Un escenario tecnológico que ha declarado expulsadas de sus confines a la mesura, a la razón y al debate.

Ninguna nación sobrevive a semejante fragmentación. No hay futuro alguno para una sociedad envuelta permanentemente en una guerra interna tan desquiciada. Si soñamos con tener algún porvenir razonable y con, siquiera, un ligero tinte de esperanza este es el momento propicio para hacer un alto y reflexionar.

Reflexionar en el país que queremos, pero no sólo para nosotros: tenemos que superar nuestro natural egoísmo y repensar uno donde haya lugar para todos. Tenemos que imaginar la nación que queremos heredarle a las generaciones que vendrán después. Y no podemos soñar con un futuro mejor si no aprendemos a unirnos en torno a algunas metas comunes y, sobre todo, si no aprendemos a convivir con las diferencias.

 

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