La Declaración Universal de los Derechos Humanos, al manifestar en su artículo 12 que “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o reputación”, y que “Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”, establece meridianamente el derecho de todo individuo a la privacidad.
Ésta, la privacidad, es el ámbito de la vida personal del individuo que sólo incumbe a él y que debe mantenerse con carácter confidencial: toda la información derivada de este ámbito le pertenece y solamente él puede decidir sobre su uso y formas de compartirla con los demás.
En el terreno digital nada cambia al respecto. Acá, igualmente, la privacidad digital es el derecho de los usuarios a proteger sus datos en la red y decidir qué información está visible para el resto.
El nombre y apellidos, la dirección física, el número de identidad personal o de pasaporte, los ingresos, el perfil cultural, la dirección de protocolo de internet (IP) y los datos médicos son, según el Reglamento General de Protección de Datos que rige en Europa, ejemplos puntuales de datos personales. Además, según expertos del derecho digital, se incluye también las imágenes, videos, correo electrónico, geolocalización, historial de navegación, la transmisión de datos a través de transacciones comerciales online, aplicaciones y servicios de mensajería.
Por ello, el anuncio sobre la modificación de condiciones de uso y privacidad de la aplicación de mensajería más utilizada del mundo ha hecho sonar las alarmas.
En la materialización más burda y voraz del siniestro Hermano Mayor o “Big Brother” descrito en la obra de Orwell, “1984”, los jerarcas de la aplicación pisotean el derecho de todos a mantener ciertos ámbitos de sus vidas fuera de la mirada pública y pretenden imponer una vigilancia absoluta y dictatorial sobre los aspectos más cotidianos y cruciales de la vida diaria de los usuarios de las tecnologías.
Este siglo ha emigrado vertiginosamente hacia una economía donde el flujo de datos se ha convertido en la más grande riqueza. Y los buitres tecnológicos no permanecen ajenos a esta verdad y se aprestan para caer sobre esos datos a costa de sacrificar derechos tan fundamentales como el establecido por el ya mencionado artículo 12.
A excepción de Europa, que desde hace algunos años cuenta con una ley para proteger los datos de sus ciudadanos, el resto del mundo queda sometido a la arrogancia de una empresa que te brinda dos únicas opciones: o te sometes a su voluntad invasiva o te marchas de su “app”.