El 2020 no ha sido un año fácil con su pesada carga de angustias, miedos y carencias. Luego de más de nueve meses restringidos a una pequeña burbuja familiar nos ha mantenido apartados del resto de todos aquellos parientes y amigos que ocupan un importante lugar en nuestras vidas.
Lejos de los abrazos, los apretones de manos, las sonrisas y todas aquellas muestras de aprecio con que acostumbrábamos expresar nuestros afectos. Reemplazadas éstas por los dos metros de distancia, el obsesivo lavado de manos y el miedo persistente al contagio.
Llegamos casi al final del año con muchas pérdidas. Demasiada gente sin empleo, otros con apenas ingresos para subsistir, los más sin ánimos y sumidos en un cansancio tanto emocional como físico y, más de los que quisiéramos, con la irreparable pérdida de familiares muy cercanos y queridos.
Hoy, una fecha tradicional y muy significativa para la mayoría, tal vez sean muchos los que no estén en condiciones o ánimos de celebrar: por las pérdidas acumuladas a lo largo del año o por la angustia aún presente como consecuencia de la apremiante situación sanitaria.
A unas pocas horas de conmemorar la Natividad de Jesucristo, columna central de nuestra fe, aún imperan en el entorno condiciones preocupantes en torno a la pandemia. Las cifras de casos nuevos se mantienen en niveles alarmantes mientras las noticias respecto a la aplicación de la vacuna destacan por la ausencia de una fecha exacta que marque el inicio de la campaña de inmunización.
El año 2020 no ha sido fácil, repetimos; y la incertidumbre aún campea a nuestro alrededor. Pero, tan cerca como estamos de alcanzar la ansiada luz al final del túnel, sólo queda resistir, persistir e insistir.
Para esta conmemoración resulta oportuno mantener las medidas de bioseguridad practicadas a todo lo largo del año. Y aprovechar la ocasión y repasar las lecciones resultantes luego de tantos meses sumidos en una situación que para todos ha resultado inédita. Reflexionar sobre los aspectos y la gente valiosa que forma parte de nuestras vidas y, también, sobre los comportamientos y pensamientos que no son más que un lastre que nos ha impedido alcanzar el maravilloso potencial que habita en cada uno de nosotros: en lo familiar, en lo profesional y en lo personal.
Que la Estrella de Belén se convierta en un símbolo individual que nos guíe para alcanzar toda la excelencia de la que somos capaces.