Miedos e indiferencia

Los miedos han sido los constantes compañeros de viaje del ser humano desde su aparición en el gran teatro de la historia: Los miedos han estado siempre presentes, al igual que la muerte.

Es una emoción caracterizada por un sentimiento extremadamente intenso, cuyo origen está en la percepción de un peligro real o supuesto, presente o futuro. En los albores de la humanidad el miedo, con sus reacciones fisiológicas, salvaguardaba a los primeros humanos de peligros como los depredadores, los azotes del clima y cualquier otra amenaza a su alrededor. El miedo desencadenaba una serie de reacciones automáticas de lucha o huida, todas tendientes a la conservación individual.

Existen miedos que amenazan el cuerpo, miedos a las enfermedades, a la muerte, a las situaciones inmanejables, el miedo al abandono, a la exclusión social, miedo a perder el orden del mundo tal como lo conocemos, miedo a la incertidumbre: miedo a las brujas, al diablo, a las pestes. La lista es larga: tantos miedos como personas existan.

Utilizado a lo largo de la historia por las grandes políticas autoritarias como el nazismo, que apoyado en el terror extremo llevó a cabo su sangrienta cruzada de superioridad y dominio. Arma destacada de luchas tribales y religiones, el poder del miedo es indiscutible en el sometimiento político o en la imposición de las ideas y creencias.

Llevado al microcosmos de la persona humana, resulta igual de trágico y reprobable: nadie, absolutamente NADIE, debería vivir atormentado y carcomido por el miedo. Este sentimiento apabullante, pesado como un fardo de plomo sobre hombros de quien lo sufre, consume minuto a minuto las energías vitales y la esperanza de la víctima.

¿Qué hacemos como sociedad para combatir estos miedos? ¿Para desterrarlos y aliviar la carga de quienes, día tras día viven con el corazón apretado por el terror?

Tan sólo un par de semanas ha pasado desde que un pequeño de dos años fue atendido en un hospital de la localidad. “En toda mi carrera como médico jamás he visto semejante maltrato en el cuerpo de un niño tan pequeño”, declaró el galeno que le atendió. El niño murió por causa de los traumatismos sufridos. Heridas gravísimas según las describe una abogada cercana al caso. El pequeño sufría, además de maltrato, de abuso por parte de quien estaba supuesto a velar por su bienestar.

¿Cómo describir el miedo sobrecogedor, más grande aún que la pequeña humanidad de esta pequeña víctima de tal infamia? ¿Cómo comprender el silencio de una madre que propone como excusa el miedo a sufrir maltrato semejante por parte del victimario? ¿Y el silencio de quienes testigos del drama lamentan hoy no haber advertido a las autoridades?

No podemos continuar indiferentes a la tragedia del miedo y la violencia en nuestro país. Cuando las cifras señalan que 12 mil 740 casos de violencia doméstica se han denunciado hasta octubre pasado. Cuando se han dado a conocer mil 790 casos de menores maltratados durante el mismo período. No podemos seguir construyendo una sociedad cerrando los ojos a esta otra plaga de miedos: miedo al daño físico, miedo al dolor, miedo a la indiferencia de testigos y autoridades, miedo a tanto abuso, miedo a la muerte …

 

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