Grandes bocanadas de humo vomitadas por el cráter de cualquier volcán, pondrían en alerta hasta al vecino menos avispado.
Sin embargo, la mecha encendida del descontento atraviesa Latinoamérica y nuestra tribu política no manifiesta señales de enterarse, entretenida como está en sacar la mejor tajada posible de la crisis pandémica.
Luego de exacerbadas protestas en Costa Rica, Colombia y Perú, el descontento ciudadano resopla ahora en la nuca de los gobernantes políticos de Guatemala. En varias ciudades del país centroamericano se registraron movilizaciones en contra del presupuesto nacional para el año 2021 que, a criterio de los manifestantes, no responde a las verdaderas necesidades de los guatemaltecos.
El presupuesto reduce las partidas para salud y protección social, dedicando menos recursos para la prevención de la desnutrición, la atención materno infantil y el tratamiento del cáncer. Además, disminuye las partidas para la universidad pública y el poder judicial mientras que destina aproximadamente 12 millones de dólares para la construcción de una nueva sede del Congreso.
Los señalamientos apuntan, también, a que el presupuesto le asigna prioridad a los grandes proyectos de infraestructuras que terminan- como de costumbre- manejados por empresas con conexiones gubernamentales.
La ira popular se intensifica porque mientras la población hacía frente a los estragos causados por los huracanes Eta e Iota, el Legislativo hizo ajustes presupuestarios inconsultos pasando por alto el impacto social y económico de la pandemia del Covid-19.
Como un plano garabateado sobre papel transparente, podríamos trasladarlo a cualquier otro país latinoamericano y las situaciones encajarían perfectamente, como un calco detallado. Con sólo pequeñísimas diferencias de tono y volumen, nuestras castas políticas se asemejan peligrosamente en todas sus lacras y falencias: desconexión total con el entorno social, apetencias desmesuradas y personalistas, falta de compromiso con sus electores y desapego escandaloso a la ley, entre muchísimas otras con las que podríamos engrosar la lista.
Las señales de alarma han sonado repetidas veces y desde distintas geografías en el continente, pero quienes ocupan los pasillos del poder prestan oídos sordos al descontento popular. Un descontento que crece días tras día alimentado por el legado de la pandemia: crisis sanitaria, angustia, desempleo descontrolado, ruina económica…
Nuestra nación no escapa a la situación descrita. El futuro se presenta incierto y para retomar el rumbo no ayuda en nada la estrecha mentalidad que reina en nuestro escenario gubernamental. Es preciso que la ciudadanía se haga responsable de la construcción del país que desea recuperar y que exija a la clase política cumplir con las responsabilidades que le competen; si no lo hacen, aumenta la posibilidad que, para manifestarse, el descontento busque cauces que todos lamentaremos.