La falta de valores y credos políticos compartidos en los grupos políticos es una problemática que socava los fundamentos mismos de la democracia representativa. Este déficit no sólo pone en jaque la calidad de los procesos electorales, sino que también transforma el noble propósito del servicio público en una competencia por satisfacer intereses personales, alejando así la política de su fin último: el bienestar colectivo.
Los procesos electorales, en su ideal, son la expresión máxima de la democracia, donde los ciudadanos depositan su confianza en representantes que, se supone, encarnan sus valores, aspiraciones y necesidades. Sin embargo, cuando los partidos políticos y sus candidatos carecen de un conjunto de principios y credos compartidos, estos procesos se desnaturalizan. En lugar de ser un debate de ideas y proyectos de sociedad, se convierten en una lucha de poder caracterizada por estrategias personalistas y cálculos oportunistas.
La vocación del servicio público implica poner las capacidades y el compromiso de los líderes al servicio de la comunidad. Sin embargo, en un contexto donde prevalecen los cálculos personalistas, esta vocación se ve seriamente comprometida. Los líderes políticos, más preocupados por su ascenso y permanencia en el poder que por el bienestar de sus representados, adoptan posturas oportunistas que les permitan mantener o aumentar su base de apoyo, sin un verdadero compromiso con la implementación de políticas públicas efectivas y equitativas.
Para contrarrestar esta tendencia, es fundamental fomentar una cultura política que valore las ideas, la integridad, la transparencia y el compromiso con el bien común. Solo una política construida sobre los principios y las ideas hará posible el cambio profundo y definitivo que el país requiere para recobrar el camino hacia un futuro centrado en el desarrollo de un país más justo y equitativo.