La libertad de expresión es un derecho humano fundamental en cualquier sociedad democrática. La posibilidad de manifestar ideas, opiniones y creencias sin censura estatal ni represalias es esencial para el libre debate, la participación ciudadana y el avance social. Sin embargo, este derecho no es absoluto. La propia Declaración Universal de Derechos Humanos establece en su artículo 29 que toda persona tiene deberes respecto a la comunidad y está sujeta a limitaciones en función de asegurar el respeto a los derechos y libertades de otros.
Uno de los límites éticos y jurídicos más importantes a la libertad de expresión es el respeto a la dignidad humana. El derecho a expresarse libremente no puede servir de excusa para promover mensajes de odio, discriminación o violencia contra personas o grupos vulnerables. La historia está plagada de episodios donde el extremismo ideológico y el racismo han utilizado la libertad de expresión para propagar teorías que niegan la igualdad esencial de todos los seres humanos. De la propaganda nazi al reciente auge de movimientos neonazis y supremacistas, queda claro que la tolerancia ilimitada puede ser el primer paso hacia grandes injusticias. Por ello, la mayoría de países fijan claros límites legales ante expresiones que incitan al odio racial o religioso. También se restringen manifestaciones que promueven la discriminación por género, origen étnico o condición social. Incluso se penaliza la apología del terrorismo y otras amenazas contra la seguridad y valores democráticos.
Ciertamente, establecer dónde está el justo equilibrio entre libertad de expresión y dignidad humana no está exento de debates éticos y tensiones sociales. Pero defender un derecho a expresión irrestricto, por sobre cualquier consideración ética o moral, puede abrir la puerta al insulto, la humillación y la deshumanización de grupos enteros de personas. Ese no puede ser el propósito de este derecho fundamental.
La libertad de expresión es un valor irrenunciable de la democracia, pero no un derecho absoluto por sobre cualquier otro. Su ejercicio debe tener límites cuando se traspasa el umbral del daño a la dignidad humana. Solo así podremos avanzar hacia sociedades más justas y respetuosas de los derechos de todos.