Existe un oligopolio cuando un pequeño número de empresas -dos, por ejemplo- controlan la oferta de un producto o de algún servicio, lo que las pone en capacidad de establecer los precios y las condiciones con las que funciona un determinado mercado. Y nada bueno resulta de un escenario tal, porque la falta de una real competencia limita la innovación y desmejora la calidad del producto o servicios ofrecidos, lo que termina disminuyendo la eficiencia y la productividad. Además, en un mercado controlado por unos pocos protagonistas, los consumidores terminan pagando precios o tarifas más elevadas y con un poder adquisitivo reducido, lo que se traduce en afectaciones negativas al crecimiento económico.
Si a alguien en esta nación no le parece conocido el escenario descrito, puede considerarse extremadamente afortunado. Porque, aunque la queja de los abusos ya es de larga data, desde principios de este año los descomunales aumentos en el servicio de energía eléctrica mantienen contra las cuerdas la economía doméstica de la mayoría de los hogares del país. Los recibos mensuales, sin cambios en el consumo, registran aumentos del orden del 30, 40, 50 y hasta del 100 por ciento adicional al pago acostumbrado. Y del proceso de reclamo no hay mucho que esperar: sólo una pésima atención y ninguna esperanza de solución a favor de los usuarios porque todas las ventajas están a favor de las empresas.
¿Y qué hace la Autoridad Nacional de los Servicios Públicos al respecto? En perversa complicidad, cumple con lo que parece ser la política general de las instituciones gubernamentales: dar la espalda a los intereses de la ciudadanía y favorecer la codicia sin límites de los dueños del oligopolio.