Sin cuentas claras

La rendición de cuentas es un requisito obligatorio en cualquier democracia que se precie de tal. Por mandato de ese requisito, los representantes de los ciudadanos y los funcionarios públicos son responsables tanto de sus decisiones como de las acciones que lleven a cabo en el ejercicio de sus cargos. Y los mismos deben demostrar que todas sus actuaciones apuntan a servir de la mejor forma a los intereses ciudadanos y a la materialización del mayor bienestar general posible.

Pero, esta rendición de cuentas va de la mano con la transparencia: sin ésta, aquella es una inútil quimera. Más aún, para garantizar que funcione de manera efectiva, supone -también- la existencia de un conjunto de sanciones para castigar a quienes falten a ella, de lo contrario, la impunidad resultante pone en riesgo la salud democrática.

Pero, como todo lo que resulta de valor para la institucionalidad y la buena gobernanza, en esta Macondo local una cosa es lo que establece el papel y otra, muy distinta, la que impone la realidad. Aquí la dupla compuesta por el secretismo y la más brutal discrecionalidad, ha empujado a la democracia hasta el borde del precipicio. La obscena danza de millones que alimenta los intereses partidarios de unos pocos en detrimento de las necesidades de las mayorías, el Instituto Oncológico clamando por 8 millones para poder seguir funcionando decentemente, el despojo de más de 200 millones de dólares por parte de un prostituido proceso de descentralización, y la larga lista de sucesos iguales o peores a los mencionados, confirman los temores abrigados por un gran sector nacional: la nuestra corre el riesgo de terminar como una democracia fallida.

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