Ya para el 2019, según un informe publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo, la corrupción le costaba a Latinoamérica unos 220 mil millones de dólares. Tan descomunal latrocinio se traduce en menos escuelas, menos hospitales y menos atenciones de cualquier tipo a los sectores más desprotegidos del área. Además del enorme daño que se traduce en erosión de la confianza pública, en la acentuación de la desigualdad, el subsiguiente debilitamiento de la democracia y los enormes obstáculos y dificultades puestos en el camino hacia el desarrollo, si es que deja alguna mínima esperanza de transitarlo.
Al ser parte, desde hace muchos años, de la realidad cotidiana, se ha instaurado la funesta percepción que la corrupción es parte del carácter tropical propio de los países de la región: que es elemento consustancial del ADN latinoamericano, lo que no hace sino complicar un problema cuyas potenciales soluciones no resultan ni fáciles ni sencillas. Pero, que son posibles.
Un primer paso es necesario a la hora de afrontarlo; como se hace ante cualquier otra lacra. El país en su conjunto tiene que aceptar que el problema existe y que sus niveles de afectación ponen en riesgo la estabilidad social. También tiene que deponer cualquier tipo de simpatía personal, de interés particular, y aceptar que sólo del interés general deriva el bienestar de cada uno de los integrantes de la comunidad. Si esto se da, entonces los vientos de cambio comenzarán a soplar en la dirección correcta.