No muy buen futuro se le puede presagiar a una nación que deambula a tientas, carente de objetivos y huérfana de un liderazgo visionario capaz de enrumbar sus energías. El fracaso es el único destino que se le depara a un conglomerado humano con semejantes deficiencias.
Tal vez por ello, para diagnosticar los males que aquejan a cualquier país basta con mirar atentamente su escenario político: si en los personajes asentados en el poder – o en los que aspiran a alcanzarlo- no se dan, siquiera, algunos vislumbres de grandeza, la ruina es inminente. Porque, aunque no la concibiera pensando en estas circunstancias, aplica muy bien aquí aquella frase de Isaac Newton: “si he llegado más lejos que otros, es porque me subí a hombros de gigantes”.
Desgraciadamente, lo que campea es el enanismo y la mediocridad en una política que concibe el ejercicio del poder no como un servicio público, sino como un pastel que se reparte a tajadas; donde el único plan en el que se invierte algún esfuerzo es aquél que establece la manera como se reparten los espacios electorales entre copartidarios y potenciales aliados.
Una vez más confirman la falta de un liderazgo medianamente decente. Sin las capacidades que se requieren para formular un plan de desarrollo o una visión que ponga en movimiento las fuerzas ciudadanas, persisten en lo mismo de siempre: repartir, como si fueran confites, promesas y demagogia a granel mientras el desastre actual crece aún más y adquiere proporciones tan monumentales como peligrosas.