En un acto oficial reciente donde compartió tarima con algunas autoridades locales, la nueva embajadora de Estados Unidos en Panamá echó en saco roto la historia descolonizadora que marcó el camino nacional durante las últimas décadas. En una evidente violación de los protocolos diplomáticos y con un arrogante desprecio por la Constitución y el sistema jurídico nacional, sin ningún reparo urgió a los diputados a someter las normas panameñas a los intereses estadounidenses.
Apuntando a la polémica ley 625 que establece la jurisdicción de extinción de dominio, la recién llegada embajadora advirtió que “Estados Unidos urge a la Asamblea Nacional a que siga el debido proceso, tenga los debates que tenga que tener, pero al fin y al cabo apruebe esta ley”. En otras palabras, ordena montar la pantomima requerida para salvar las apariencias democráticas mientras terminan por imponerse los designios e intereses del coloso norteño. Todo ello sin importar que la ley en cuestión ya es señalada como un “mamotreto jurídico” que atenta contra preceptos básicos como la presunción de inocencia y el respeto a la propiedad.
Algún subalterno de la representante diplomática en cuestión, más al tanto de la historia local, debería aclararle que la antigua “zona del canal” desapareció hace un par de décadas; y, simultáneamente, desapareció también el infame cargo de “gobernador” que ella parece asumir con un desfasado carácter colonialista.
En una nación soberana e independiente, como lo es Panamá, por bien intencionada que sea una ley, ésta no puede vulnerar ninguna de las garantías constitucionales previamente establecidas. Tampoco se puede pretender moldear las normas vigentes para servir intereses que violenten el orden jurídico del país.