Decir que la Asamblea Nacional no tiene culpa de lo que ocurre en el país, demuestra el extremo cinismo que adorna a quienes la dirigen. Ese órgano del Estado ha desempeñado un papel protagónico en el deterioro institucional y en el hastío social que han provocado el polvorín de protestas a lo largo de la geografía nacional. Desde las millonarias partidas secretas hasta el perverso banquete acompañado con bebidas de 400 dólares la botella, pasando por la obscena fiesta de cumpleaños de la repudiada rectora, además de un largo historial de eventos ignominiosos, una grandísima cuota de culpa recae sobre esa casta parasitaria de diputados que hoy pretende, inútilmente, sacarle el cuerpo a la responsabilidad.
No son pocos los que dentro de ese desacreditado órgano pretenden, ahora, maquillar sus culpas mediante discursos cargados de una indignación tan falsa como un billete de siete dólares. Sumidos desvergonzadamente en una permanente feria de vanidades y privilegios sin fin, han terminado completamente ajenos a los intereses mayoritarios y alimentando la convicción de que no representan efectivamente a sus electores: Los diputados han demostrado hasta el cansancio que sólo les mueve sus propios intereses o los de algunos grupos en particular, sin importar cuánto afecten al resto del país. Ahí tenemos, por ejemplo, la crisis de medicamentos de ya larga data. Medicamentos a precios prohibitivos y amparados por una infame ley hecha a la medida de la codicia de un reducido grupo. ¿Qué ha hecho al respecto el órgano encargado de legislar y en cuyas manos está la facultad para echar por tierra esa nefasta norma y establecer una para beneficio de todos?
¡Que no se llame a engaño el presidente de la Asamblea ni sus secuaces! El país ha despertado y tiene muy en claro quienes son los responsables de la debacle nacional. Ni los discursos indignados ni los cuentos de camino tienen espacio ya en el escenario actual.