En el año 2004, el entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, advirtió que “la corrupción es una plaga insidiosa que tiene un amplio rango de efectos corrosivos en las sociedades. Socava la democracia y el mandato de la ley, lleva a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, erosiona la calidad de vida y permite florecer el crimen organizado, el terrorismo y otras amenazas para la seguridad humana. La corrupción perjudica desproporcionadamente a los pobres al desviar fondos destinados al desarrollo, debilitando la capacidad del gobierno para proporcionar servicios básicos y desalentar la ayuda exterior y la inversión”. Dieciocho años después, en un escenario global donde anualmente se paga más de un billón de dólares en sobornos, las palabras de Annan no han perdido ni un ápice de actualidad.
Pero, la corrupción no es territorio exclusivo de nadie en particular: es un cáncer alimentado por funcionarios, empresarios y particulares. Cada vez que el dinero pasa de manos a cambio de un privilegio escolar o de un tratamiento médico que, de otra manera, tardaría en llegar, se alimenta al monstruo. Al igual que en cada ocasión que se paga para evitar una multa de tránsito o para facilitar cualquier trámite administrativo. Sin generar titulares en los medios informativos, esta “pequeña” corrupción resulta igualmente destructiva porque ocurre una y otra vez, cientos de miles de veces al día. Y cualquier acto corrupto pudre las raíces de la convivencia humana, sin importar la escala.
En nuestro país, dos eventos convergen para poner a prueba las intenciones en la lucha contra este despreciable flagelo: el cercano arribo de la nueva embajadora de los Estados Unidos en Panamá, quien prometió que, de ser ratificada, su agenda diplomática estará impulsada por la lucha anticorrupción. “La corrupción, un serio desafío para Panamá, tiene un efecto corrosivo en muchas capas del Estado; no podemos dejar que progrese”, expresó recientemente. Y, por otra parte, el próximo nombramiento en la Corte Suprema para llenar la vacante que dejará el saliente magistrado Ayú Prado. La credibilidad del máximo tribunal camina de la mano con esta designación y de ella depende que se comience a restaurar la fe ciudadana en el sistema de justicia nacional.
“Las sociedades corruptas no pueden apoyar a sus ciudadanos”, proclama tajantemente Stuart Gilman, un experto en la lucha global contra la corrupción, “Privan a sus hijos no sólo de la comida, sino también de la educación y la atención sanitaria. Son una pesadilla continua”. Que la nación despierte de ésta depende de la voluntad y la vigilancia de todos los ciudadanos.