La vocación expansionista y la enorme extensión de los dominios de Tigran II, rey de Armenia entre los años 95 y 45 antes de Cristo, inquietaba a Roma, que decidió enviar a uno de sus mejores comandantes, Lucio Lúculo, para imponer la autoridad de la República por aquellos lares. Luego de vencer a Mitrídates, rey del Ponto, las tropas de Lúculo enfilaron hacia Armenia y cuando la amenaza era inminente, un emisario llegó hasta La corte de Tigran con las malas noticias. Pero, la soberbia de éste era tan inmensurable que su reacción fue ordenar la decapitación del portador de las malas nuevas. En ese momento nació aquello de “matar al mensajero”.
Este mantra extremo legado por el arrogante monarca, con altas y bajas a lo largo de la historia humana, parece resurgir con fuerza inusitada en esta época de tecnología ascendente y redes sociales. En estas últimas, por ejemplo, por obra de los logaritmos que hacen parte de su estructura, los usuarios son inundados de aquella información que se ajusta a su individual interés de acuerdo al perfil obtenido por el “gran hermano” digital. Los filtros utilizados por estos algoritmos terminan por construir grupos de personas donde solo caben los iguales, sin espacio para cualquiera que resulte distinto o lleve sobre sus hombros ideas u opiniones diferentes.
Esta falta de exposición a otras creencias- políticas o de cualquiera otra tesitura- amenaza a la democracia. Cada vez son más los que buscan y se acercan únicamente a lo que es igual, mientras rechazan fervorosamente lo que luzca o suene diferente. Los odios presentes, cada vez más exacerbados, nacen y se alimentan del miedo irracional a todo cuanto no encaja en sus estrechos prejuicios.
Este miedo creciente o, tal vez, el hábito de existir en las cerradas “burbujas” instauradas por las redes tecnológicas, podrían señalarse como causantes del escenario resultante luego que se publicara una carta con las opiniones de un personaje nacional. Los descalificativos, los insultos y el ataque personal han sido la nota dominante desde entonces; el debate en torno a los argumentos de la misiva continúa ausente. Y esta ausencia es sólo uno de los síntomas de la infección de intolerancia que corroe el organismo social.
Desde la antigua Grecia la lección fue clara: el debate nos permite exponer criterios y propuestas, presentar ideas y someterlas a escrutinio explicando los argumentos sobre los que se sostienen. Es el único camino probadamente efectivo para avanzar en el proceso civilizador, para crecer como individuos, como comunidad y como nación. Lo contrario es persistir en esa existencia dentro de la estrecha burbuja, lo cual parecen preferir aquellos personajes cuyas neuronas siguen instaladas en las penumbras de la historia antigua: fieles a Tigran II prefieren “matar al mensajero” antes que afrontar las nuevas e inquietantes realidades que anuncia el mensaje.