La pandemia del SARS-Cov-2 no ha evitado que siga creciendo el número de personas que huyen de las guerras, situaciones de violencia, persecuciones y de escenarios donde se violan sus derechos humanos. Según el último informe al respecto de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), la cifra de personas desplazadas forzadamente a nivel global alcanzó el hito de los 82 millones al cierre del 2020. Detrás de cada número- declaró Filippo Grandi, Alto Comisionado de la institución- hay una persona obligada a dejar su hogar y una historia de desplazamiento, desarraigo y sufrimiento. El mencionado informe estima que entre los años 2018 y 2019, un millón de niños nacieron en condición de refugiados. Y destaca, además, que los niños y niñas menores de dieciocho años, representan el 42 por ciento de las víctimas de esta movilidad forzada.
Según anota, por su parte, la División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, el número de migrantes internacionales pasó de los 173 millones de personas que vivían fuera de sus países de origen en el 2000, a los 221 millones a principios de la década pasada, para saltar a los 281 millones el año pasado. Dentro de este grupo de migrantes, las mujeres y niñas representan alrededor del 50 por ciento.
En Centroamérica, durante los últimos diez años los desplazamientos desde Honduras, El Salvador y Guatemala se han multiplicado por cincuenta; aumentando desde las 18 mil 400 personas en 2011, hasta alcanzar la formidable cifra de 867 mil 800 para finales del 2020. Más al sur, el drama de Venezuela resulta estremecedor: 3.9 millones de sus nacionales se han desplazado fuera del país. La nación del inmortal Bolívar figura entre los cinco países de donde provienen las dos terceras partes de todos los desplazados y refugiados en el extranjero. Se calcula, por ejemplo, que en junio pasado unos 2 mil venezolanos ingresaban diariamente al territorio colombiano.
El desplazamiento forzado, el abandono del hogar y el desarraigo subsiguiente, es una tragedia apenas imaginable para quienes no la han vivido en carne propia. Y, con el arribo de la pandemia presente, el sufrimiento y la angustia adquieren ribetes gigantescos que se suman a las difíciles circunstancias que se afrontan en tierras desconocidas. Ante esto, resulta necesario que las autoridades correspondientes dediquen todo el esfuerzo que se requiera para alcanzar acuerdos y llegar a soluciones para las decenas de miles de migrantes y desplazados que en estos momentos se encuentran en Colombia esperando entrar a territorio panameños con la idea de marchar hasta los Estados Unidos y Canadá. En momentos en que ambas naciones atraviesan una difícil situación sanitaria y económica, hay que afrontar el problema de raíz y no pasar la pelota de uno a otro- como se pretende- con la finalidad de sacudirse responsabilidades. El cierre de fronteras en Costa Rica deja la crisis en manos de Panamá y Colombia, pero, también, de las correspondientes instituciones internacionales dedicadas al tema de las migraciones. Esperemos que se puedan aportar las soluciones donde todas las partes vean protegidos sus intereses: incluso los de los migrantes que esperan en esa frontera.