El racismo es la ideología que plantea, de la manera más cruda, que los individuos se clasifican en razas y que algunas de éstas son superior al resto. Estas ideas alimentan la aversión hacia todos aquellos que presenten características distintas como el idioma, el color de piel, las costumbres, creencias, la religión y hasta los usos culturales. Provocado por el miedo, el desconocimiento o por simples prejuicios, el racismo ha sobrevivido por milenios y continúa envenenando la convivencia humana. Su resultado más visible es la discriminación que provoca tanto en el comportamiento, así como en los procesos y las instituciones sociales que logra permear. En muchas ocasiones es un prejuicio racista el que actúa tras el cacareado derecho de admisión o el causante de una diferenciada atención en la burocracia gubernamental.
A veces resulta tan arraigado que no se le percibe en el uso de frases tan discriminatorias como la consabida “se le subió el indio”; o aquella de “es más necio que un cholo juma’o”; o la no menos terrible “trabajar como negro para vivir como blanco”. Expresiones que por más que se pretenda negarlo, resultan ofensivamente racistas, sobre todo por el grado de naturalización con que han logrado insertarse en la vida cotidiana.
Y ahí, en la cotidianidad está el peligro porque, en algún momento entre abril y julio de 1994, durante el genocidio ocurrido en Ruanda, resultó de lo más cotidiano que un hutu aniquilara a un tutsi. También en el Viejo Continente, durante la euforia nazi, debió resultar tan cotidiano para los racistas creyentes de la superioridad aria que los judíos fueran exterminados. Y así, a lo largo de la historia, en cuanto episodio de racismo haya ocurrido.
Como con cualquier otra lacra, la naturalidad con que se perciba o la cotidianidad con que se lleve a cabo, nada justifica ni proporciona sustento válido a tan despreciable tara. Por ello resulta lamentable el episodio racista registrado en una universidad del país y protagonizado por quien, supuestamente, está obligado a educar con el ejemplo a la joven generación que acude ahí a superarse. Y, sobre todo, porque es una creencia compartida por muchos que es por medio de la educación que lograremos superar la descomunal debacle ética y política en la que desfallece la nación desde hace demasiado tiempo.
Alguien debería recordarle al protagonista de tan aciago capítulo que en la Conferencia Regional de Educación Superior en América Latina y el Caribe, celebrada en 2018, una de las conclusiones más importantes a las que se llegó fue que “las políticas y las instituciones de educación superior deben contribuir proactivamente a desmontar todos los mecanismos generadores de racismo, sexismo, xenofobia y todas las formas de intolerancia y discriminación”. Mejor expresado, imposible.