Ese pueblito de calles polvorientas donde la magia y la realidad convivían naturalmente ya se venía gestando en Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y en el Monólogo de Isabel viendo llover sobre Macondo. Sin embargo, con Cien años de soledad, Gabriel García Márquez terminó de construir definitivamente ese mítico reino tropical de la magia, de las infinitas mariposas amarillas, del absurdo y de la imaginación desbordada llamada Macondo.
Según cuenta en su autobiografía “Vivir para contarla”, aquél era el nombre de una finca bananera muy próxima a Aracataca, el lugar donde nació y pasó su infancia. Y muy a pesar de lo que diga el diccionario de la Real Academia Española que la describe como un árbol corpulento semejante a las ceibas, el escritor colombiano dice que “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro a orillas de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Desde aquellas páginas saltó irremediablemente al imaginario del resto de Latinoamérica- ¡y del mundo! – para convertirse en sinónimo de un mundo mágico, no sometido a los principios con que las ciencias pretenden aprisionar nuestra imaginación.
Y como no podía ser de otra manera, ante esa incapacidad para navegar sobre la verdad y ante esa urgencia de acomodar las circunstancias a sus particulares intereses, es la política criolla la que mejor ha asumido y la que mejor representa el absurdo y la ausencia de lógica propias de los reinos macondianos. Sólo así resultan comprensibles los exabruptos como el del escándalo del gordito en la Lotería Nacional que, luego de severas contradicciones y circunstancias dudosas, termina con el espaldarazo de una Contraloría que también, hace muy poco, reivindicó a una empresa portuaria acusada de incumplir con lo que le establecía el contrato y le facilitó la extensión del mismo por 25 años más en las mismas condiciones que se le impusieron hace un cuarto de siglo atrás.
Por si no bastara, hace un par de días el principal responsable de la gestión nacional de salud anunció, con bombos y platillos, la apertura de todas las galleras existentes en el país mientras los centros educativos permanecen cerrados desde hace más de un año. Los gallos, en las profundidades de ese Macondo criollo, resultan de más peso para el futuro de la nación que la educación.
Eso sin mencionar que persisten suspendidos los contratos laborales de más de 120 mil trabajadores del sector secundario y terciario, mientras una avalancha de despidos se concreta entre los trabajadores cuya reincorporación avaló el gobierno.
El absurdo en su máxima expresión. Quienes gobiernan deberían volver la mirada hacia los parajes ilógicos y lamentables de esa Macondo sureña, consumida hoy por la incertidumbre y el caos generados por el antiguo detonante social llamada hastío.