En su obra ¿Qué es una Constitución?, el filósofo y abogado alemán Ferdinand Lasalle menciona de pasada algunas definiciones entre las que destaca aquella que proclama que “La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización del Derecho público de esa nación”.
Al contrario de lo que registra la historia del resto del mundo, en América Latina los procesos constitucionales se han manifestado con extremada frecuencia. Desde que se diera la independencia de la región, se han dado a luz más de 190 constituciones, destacando Venezuela como el país que más ha tenido (29) y Argentina el que menos (3). México, por su parte, aún se rige por la que redactó en 1917, unos pocos años después de superada la revolución de 1910.
Ya fuera por pasar de un régimen autocrático a una democracia, por demandas de cambios, por una crisis de representación o de gobernabilidad o por la necesidad de ejecutar reformas democráticas profundas, las motivaciones que han llevado a creer en la efectividad de los cambios constitucionales han sido muchas. Pero, las preguntas posteriores siguen siendo las mismas: ¿qué tan efectivos fueron los cambios? ¿la nueva Constitución resolvió los problemas que impulsaron su proclamación?
Si los paradigmas arraigados en la conciencia nacional son de juega vivo o de torcer las leyes para beneficio propio o- como es el caso en nuestro país- ignorar absolutamente todo el espectro de las normas que regulan la convivencia, ¿puede esperarse algún resultado efectivo de la creación de un nuevo acuerdo constitucional? ¿Hay esperanzas de lograr algún avance cuando el proceso a seguir para el cambio resulta ambiguo y, paulatinamente, toman el control del mismo quienes directa o indirectamente han formado parte de los grupos causantes de la debacle nacional?
De nada servirá una nueva Constitución si no existe la voluntad y el compromiso para respetar y cumplir a cabalidad con lo que ella nos dicte. Persistir en el “juega vivo” es matarla en su cuna.