La arremetida de la pandemia del covid-19 echó por tierra los indicadores nacionales dejando en el camino millares de empresas cerradas, decenas de miles de contratos suspendidos y un abrumador ejército de ciudadanos desempleados, amén de la creciente multitud de nuevos trabajadores informales.
Sin embargo, para nadie es un secreto que ya antes de la crisis del coronavirus éramos testigos de una serie de síntomas que daban cuenta del abatimiento que sufría el país en distintos órdenes: el social, el político, el económico y en el sector educativo y el de salud. El rostro de la descomposición ética y estructural se mostraba descarnadamente.
Entre los que hoy reaccionan a las alarmas que advierten de la debacle, algunos siguen cifrando sus esperanzas de cambio en una nueva constitución; otros, en la instauración de un nuevo sistema político; y los más, siguen abonando sus esperanzas con el carisma de un redentor político.
Ninguna de estas opciones resultará saludable ni efectiva para la nación mientras reine la impunidad; mientras la certeza del castigo continúe como una quimera más en la vida comunitaria. Mientras una casta de privilegiados actúe a sus anchas, ignorando a voluntad las normas y las leyes, la debacle continuará acentuándose hasta convertirnos en una sociedad fallida.
Y si en el sistema de justicia- donde la integridad y la ética son la excepción y no la norma- continúan pesando más los privilegios, las conexiones sociales y los cargos, nada podemos esperar de cualquier propuesta para revertir el proceso desintegrador que ya venía dándose en la vida del país antes del arribo de la crisis sanitaria.
Sólo una justicia efectiva, de la cual se deriva el orden social y político, puede devolvernos al camino del desarrollo social y económico que el país requiere con urgencia. Y la instauración de la certeza del castigo es el único recurso posible para poner en cintura a esa casta infecciosa que ha sido la responsable del permanente naufragio nacional.