La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas publicó su “Short List” de 15 candidatas al Oscar a mejor película extranjera. Cuatro producciones del subcontinente competirán contra directores como Agnieszka Holland, Jasmila Zbanic o Thomas Vinterberg. En la carrera hacia los cinco finalistas, despunta “La Llorona”, segunda obra del guatemalteco Jayro Bustamante. No es la primera vez que la Academia legitima exploraciones del traumático pasado latinoamericano. Argentina ganó dos estatuillas indagando en las heridas abiertas por su última dictadura con “La historia oficial” (1985), de Luis Puenzo, y “El secreto de sus ojos” (2009), de Juan José Campanella. El cineasta centroamericano emprende este camino, de manera sustancialmente distinta.
Los hechos
Ante la guerra irregular, definida en la era Reagan como “Low Intensity Conflict”, denunciada en películas como “Salvador” (1986), de Oliver Stone, Bustamante opta, en contravía de sus pares del norte y del sur, por centrarse en el retrato del victimario. Tras el personaje de Enrique Monteverde adivinamos a Efraín Ríos Montt, militar y dictador guatemalteco (1982-1983), condenado en 2013 por un Tribunal de su país por genocidio y crímenes de lesa humanidad, quien moriría totalmente impune cinco años más tarde, deshonrado, pero en libertad. “La Llorona” carga con el peso póstumo de la historia: constituye un juicio implacable, del cual difícilmente el sujeto y su sistema se levantarán.
Los gestos
En una apertura similar a “El Padrino” (1972) en la que, tras la boda de su hija Coppola sitúa moralmente a Don Corleone, “La Llorona” arranca aclarándonos que no hay diferencia alguna entre gens, familia y Estado: es la división y reproducción del trabajo mafioso. Los reunidos en la Mansión Monteverde, lo hacen para configurar un crimen de clase, por acción y omisión. Así, mientras la esposa, la hija y la nieta rezan en compañía de las invitadas, Monteverde, su abogado y otros mandos repasan la negación ante la Justicia. El consilieri es tajante: “Acuérdense, ustedes son héroes, no víctimas. Bajo ninguna razón agachan la cabeza”. Las formas ante todo. Cada cual y cada cosa en su lugar: en el statu quo los roles, los géneros y las razas no se mezclan. Despachada la visita, una silenciosa servidumbre Kaqchikel limpia obedientemente. La Mansión del general prolonga en la urbe la esclavitud de la Hacienda del terrateniente. Régimen de representación y complicidades que no evitarán sin embargo, el otoño del patriarca.
Las palabras
La presencia de Monteverde en el Tribunal, en silla de ruedas, conectado a suero y oxígeno, es risible y patética. De nuevo, Bustamante echa mano de la puesta en escena de la mafia, y su auto conmiseración. Recurre al juicio de “Casino” (1995), llevado por Scorsese con cinismo: los jefes criminales que claman por su inocencia deciden, en la tras-escena de la Corte, eliminar a los que los incriminan. No puede ser entonces, otra la conclusión de la defensa: “Nunca firmó, nunca propuso, nunca ordenó al ejército atentar contra ninguna raza, etnia o religión. Y es por eso que no hubo ningún genocidio en Guatemala”.
El desprecio y la pantomima de los determinadores contrastan con la dignidad de los sobrevivientes. En una audiencia dividida entre victimarios blancos de un lado, y las víctimas indígenas y mestizas del otro, la Ley del Silencio sucumbe, cuando una mujer Ixil levanta un velo de impecable encaje, exhibiendo en su rostro arrugas, cicatrices y dolor. Es categórica: “A mí no me da vergüenza contarles lo que viví, espero que a ustedes no les de vergüenza hacer justicia”. Exigencia inmemorial que encuentra eco en la magistrada que lee la sentencia: estos crímenes “…han dañado no sólo a las víctimas de las masacres, sino a todo el tejido social guatemalteco”. En un país donde el acto de bordar es milenario factor de identidad y resistencia, nunca unas palabras resonaron con tanta verdad.
Las imágenes
Despojado de su poder, cuestionado por los medios, abandonado por sus criados, señalado por la sociedad, un Monteverde derrotado se retira a su Mansión, rodeado por un anillo de movilización y protesta, que acecha y espera. Le recuerda que ahora es prisionero de sí mismo, como náufrago a la deriva. De esta muralla humana surge Alma, refuerzo doméstico de Valeriana, leal Ama de Llaves. Su presencia entre los miembros del clan es tan inquietante como la llegada del invitado entre los burgueses de “Teorema” (1968). De la misma forma que en Pasolini esa presencia suscita lo impensable – el industrial se torna en vagabundo, la esposa en prostituta, los herederos en homosexual y en loca, la criada en suicida-, la menuda figura de Alma en los pasillos de la Mansión quiebra el refugio final de Monteverde: la familia, tabla de salvación.
En Alma, la seducción es sed de justicia. Podrá el general burlar el Tribunal de los vivos, no así evitar la cita con los muertos. Su esposa no le pasará más su lascivia, su hija lo presume implicado en la desaparición de su esposo, y su nieta se rinde inocente al encanto pueril de La Llorona. Solitario, deberá escoger entre enfrentar la verdad o rendirse ante la locura. Morirá en trance, entre las sombras de su culpa, a manos de su propia gens. Por acción y por omisión. Como al principio, las formas ante todo. Este será el nuevo esqueleto en el armario, el nuevo secreto de una familia que aprendió del maestro.
La narrativa
La sensibilidad de Bustamante radica en equiparar terrorismo de estado con terror fílmico. Evitando caer en la tentación del thriller político, ya explorada frente a los mismos hechos, en otras latitudes, por Puenzo, Stone o Campanella. El énfasis no está en el acto de matar, sino en el derecho a la memoria. Por ende, el protagonismo de los vivos va menguando paulatinamente, hasta sumergirnos por completo en el turbio y fantasmal pantano de los muertos. Selección inteligente, pensada en términos de público, obteniendo la verdad a través del mito. Alma propicia lo que su espectro alcanza. “La Llorona” resume en un solo grito la tragedia contenida del conflicto, concreta, desoladora: “¿Dónde están mis hijos?”.