En su definición más simple, la impunidad es la ausencia de castigo ante actos que violan la ley. Como la infección mortal que es, socava la institucionalidad de nuestras naciones poniendo en peligro la convivencia democrática.
Podemos constatar que la impunidad ha alcanzado sus niveles más cimeros cuando las mafias conformadas por políticos, empresarios y élites económicas omiten el cumplimiento de las normas legales en aras de alcanzar sus particulares intereses; cuando la política se ha tomado el control de la administración de justicia; cuando la ciudadanía tolera el abuso de poder y la falta de transparencia en el manejo de los recursos públicos y; cuando la ilegalidad se justifica y adquiere visos de normalidad en la convivencia social. Cuando estas señales se manifiestan no podemos esperar otra cosa que no sea la repetición infinita de estas acciones delictivas alimentadas por la sensación de los infractores de estar por encima de la ley.
La impunidad, en cualquier grado que se le permita manifestarse, es una piedra en el camino hacia la seguridad, el desarrollo y el bienestar comunitario. Y ejerce, fundamentalmente, tres efectos realmente nocivos en la vida nacional:
Primero, quien viola la ley sin recibir ningún tipo de sanción o castigo, no vacilará para volver a delinquir.
Segundo, aquellos testigos de un delito sin castigo, se sentirán impulsados a imitar el comportamiento de los que infringen las normas.
Y, tercero, las víctimas de las infracciones se sentirán impulsados a tomarse la justicia por sus propias manos al comprobar que quien les afectó no recibe sanción por parte de las instituciones judiciales.
Ante tal fracaso del sistema de justicia, el orden legal cede su lugar a la imposición: la convivencia ciudadana se define, a partir de ahí, por aquél o aquellos que posean el mayor grado de fuerza, el bolsillo más grande o el mayor acceso a los círculos de poder.
Estamos a tiempo de rectificar, de impedir que la impunidad se convierta en el cáncer que apague la vida democrática de esta nación. Para ello sólo necesitamos de un sistema de justicia que funcione impulsado por la ley, sin ningún otro tipo de influencias a la hora de actuar. Y para lograrlo sólo hemos de tener presente que, en ese sistema legal soñado, no hay espacio para la cobardía.