En las circunstancias que, en estos momentos, sacuden la fibra más íntima de la nación no hay lugar para la indiferencia: y muchísimo menos para la impunidad. Los perversos hechos ocurridos en un grupo de albergues financiados por el Estado son el punto de quiebre que pone a prueba el carácter de la nación.
El silencio de los más altos cargos del Estado resulta imperdonable ante los abominables abusos cometidos en contra de niños y jóvenes que debían ser cuidados y protegidos por quienes les maltrataron y les convirtieron en blanco de sus canalladas. Y las instituciones encargadas de administrar justicia no pueden permitirse el lujo de actuaciones ambiguas y blandengues que ignoren la correcta aplicación de la ley para favorecer a quienes delinquieron por acción o por omisión. ¡No hay lugar para las influencias ni las conexiones de ningún tipo!
Menos hay espacio ni tolerancia para la sarta de excusas tras la que pretenden escudarse quienes incumplieron con los deberes que les imponía el puesto de trabajo del cual disfrutaban en las respectivas instituciones o secretarías encargadas de “velar” por los niños y adolescentes maltratados y abusados.
Porque alegar que el 84 por ciento del personal con más de 10 años en la institución está poco actualizado y que otro 21 por ciento está incapacitado por afectaciones de salud para realizar el trabajo de campo es una excusa cuyo nivel de cinismo es sólo comparable a la incompetencia laboral reconocida con tales palabras. A confesión de parte, relevo de pruebas.
Mantengamos encendida la llama de la indignación ciudadana. Trascendamos las pequeñas diferencias que nos separan y que son aprovechadas por la casta política para privarnos del poder que juntos podemos alcanzar. En ese poder, derivado de la unidad de intenciones y consciencia, reside nuestra oportunidad de construir un futuro alrededor del interés y el bienestar de todos. Hacerle justicia a esos niños y adolescentes es el primer paso para alcanzar ese gran porvenir. ¡No podemos fallarles nuevamente!