La educación, en su acepción más básica, es la formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas de acuerdo a la cultura, principios y normas de convivencia de la comunidad de la cual forman parte activa. Es, en esencia, un proceso constante de aprendizaje que enriquece nuestro espíritu con las normas, los conceptos, los valores y todo aquello que nos caracteriza como seres humanos.
Una de las grandes tragedias del presente es confundir la educación con la instrucción académica.
La primera, como escribió José Ingenieros en Las fuerzas morales, “es el arte de capacitar al hombre para la vida social”. Mientras que la segunda, cada día más, se restringe a los límites estrechos de un entrenamiento preparatorio con miras al mundo laboral; el desarrollo tecnológico de los últimos años no ha hecho sino acentuar estas restricciones agregando nuevas y especializadas habilidades reclamadas por el omnipotente y dictatorial “mercado”.
Como país necesitamos sin lugar a dudas de profesionales con excelentes niveles de instrucción para insertarnos en un mundo cada vez más competitivo; en un futuro donde, con demasiada rapidez, aumenta la demanda de conocimientos especializados y en el cual la prosperidad es el premio mayor de aquellos que pueden responder más efectivamente a estas solicitudes profesionales.
Pero, para aspirar a lo anteriormente señalado, también es necesaria una masa de ciudadanos forjada sobre valores compartidos, donde la nota dominante no sea el crudo individualismo que prima en el presente.
Es impostergable la tarea de cambiar y asumir nuevos paradigmas: de establecer el concepto de comunidad y bienestar mayoritario como nuevo centro del pensamiento de cada habitante de este país. Hora de hacernos conscientes que ser ciudadanos nos hace depositarios no sólo de derechos sino también de deberes que cumplir. Y esto únicamente es posible por el camino de la educación. Una que nos enseñe deberes tan simples como respetar la luz roja del semáforo porque es nuestro deber velar por la integridad y vida de quienes se mueven a nuestro alrededor. El deber de no arrojar nuestra basura particular en las calles porque los demás tienen derecho a una ciudad limpia. El deber de respetar las normas sanitarias vigentes porque ignorarlas no sólo pone en riesgo la propia vida sino también la de quienes conviven en nuestro entorno.
En fin, sólo la educación impulsará el cambio fundamental necesario para elevar el nivel de las aguas de nuestra sociedad. Sólo educando al ciudadano nos libraremos de espectáculos tan deprimentes como las rumbas que en medio de la crisis sanitaria, sin importar si se llevan a cabo en yates o barrios populares, dejan en evidencia un absoluto desprecio por la vida en comunidad.