Desde hace ya mucho tiempo, es una verdad de a cuño que el financiamiento de las campañas electorales, más que impulsado por los resortes de inquietudes cívicas, se mueve por la codicia de los grupos arribistas de siempre.
El país ha sido testigo en la reciente historia de las campañas electorales post invasión, que quienes inyectan dinero a los candidatos de sus cálculos o simpatías, luego que resulten vencedores, les presentan factura y cobran la “donación” con puestos, contratos o reclamando áreas de influencia que reporten jugosos beneficios a sus bolsillos o ambiciones particulares.
Un gran sector de la sociedad aboga por un financiamiento totalmente estatal para acabar con este mal habido tipo de inversión que termina por imponer sus intereses y sus criterios a las administraciones gubernamentales amarradas por esta “gratitud electoral”.
Por ello, resulta decepcionante que las expectativas nacionales al respecto sean defraudadas en la comisión encargada de las reformas electorales y esta clase de financiamiento persista maquillado con algunas ligeras limitaciones.
La intención original de cerrarle las puertas a las practicas malsanas recibe un golpe mortal al mantenerse el financiamiento privado: las frágiles e insuficientes medidas restrictivas que se le ponen no corrigen el entuerto, lo único que hacen es dejar las ventanas abiertas para que los intereses de algunas camarillas sigan asaltando la gestión pública.
Ninguna esperanza se puede abrigar en un accionar político que, desde su nacimiento, lleva la mácula del mercantilismo abonando su codicia a costa del interés mayoritario.
Otra oportunidad perdida para sanear las prácticas políticas que nos están empujando, peligrosamente, al despeñadero.