En nuestra retorcida política criolla los planes de gobiernos han degenerado en una molesta tarea que los candidatos deben garabatear y llevar debajo del brazo para formar parte del festival de promesas y fuegos fatuos con que abruman al país cada cinco años.
Ya los hay- candidatos- que ni siquiera consideran obligatorio tener una ligera idea de lo que harán si la buena fortuna o el mal juicio de los electores los ponen en la silla presidencial.
¿Cómo podemos arribar a algún puerto si ignoramos el destino al cual queremos llegar?
Como nación, tenemos muchas necesidades y un infinito potencial, pero aquellas no serán satisfechas y este último no será desarrollado en su totalidad si no tenemos una imagen detallada del país que deseamos. Sin metas definidas, sin estrategias para alcanzarlas y sin plazos marcados en el calendario, somos una sociedad sometida a los vaivenes de la improvisación y de la ya recurrente voracidad e incapacidad política. Como una veleta nos moveremos en la dirección que marquen los vientos de turno y, como aquella trágica procesión que se mueve dos pasos hacia adelante y luego tres hacia atrás, jamás llegaremos a ningún destino encomiable.
En 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, Japón y Alemania estaban en ruinas. Para 1968- tan sólo veintitrés años después- Japón se consagraba como una de las economías más pujantes del mundo. A Alemania Occidental le tomó menos tiempo: para 1950 se transformó en la segunda potencia económica mundial. ¿Cómo lograron tal milagro? Asumiendo el pasado y aprendiendo todo cuanto podían de él y trazando un detallado mapa que les condujera al futuro que soñaban dentro de sus fronteras.
Resulta esperanzador el anuncio del Diálogo o Pacto del Bicentenario, una iniciativa que pretende lograr acuerdos en temas nacionales de importancia como la educación, salud, economía, seguridad social y servicios básicos. Un primer paso, no el definitivo, para comenzar los planos de lo que queremos construir en los próximos años.
Porque, a pocos meses para el bicentenario nacional, este llamado no deja de tener un barniz absolutamente político. Para ese gran acuerdo nacional, con el que se busque constituir un plan de desarrollo nacional integral, además de requerirse de más tiempo hace falta convocar a un significativo grupo de participantes que sean verdaderamente representativos de todas las capas del país. Tan monumental tarea no se puede dejar en manos de los minúsculos bandos de siempre y muchísimo menos ceder tal responsabilidad a los desgastados personajes que repetitivamente decoran estos escenarios.
Nuestro futuro y las nuevas generaciones reclaman metas renovadas y procesos igualmente renovados para alcanzarlas.