Todos hemos oído hablar de los viajes de Marco Polo. Marco Polo, (Venecia, 1254-1324)?, mercader italiano, es famoso por la historia de sus viajes a lo largo de la Ruta de la Seda hasta la corte de Kublai Khan, donde vivió durante muchos años.
Es curioso que habiendo sido rehén del Gran Khan e incluso gobernador de la ciudad de Yangzhou, no nos diga ni una sola palabra del uso de la pólvora como arma, tomando en cuenta que Marco Polo describe con sumo detalle las fortificaciones de las distintas ciudades importantes y no menciona ni una sola vez piezas de artillería ni nada parecido.
A finales del siglo XIII empieza a circular el Liber Ignium ad Comburendos Hostes, Libro del fuego para quemar a los enemigos. Supuestamente escrito por un tal Marco el Griego, este es un recetario de armas incendiarias donde se encuentran formas de fabricar la pólvora y el fuego griego. De las más de treinta recetas contenidas en él, las hay relacionadas con bengalas, con la producción de fuego en las maquinarias enemigas, con la elaboración de salitre, y diversos tratamientos de las quemaduras. Mezcladas con todo esto encontramos cuatro distintas formas de preparar la pólvora, la XII, la XIII, la XXXII y la XXXIII.?
Muchos de los estudiosos de este texto han concluido que la mayor parte de las fórmulas del libro no funcionan y que, además, el autor no era griego, sino que probablemente, era un árabe hispano.
Los primeros datos concluyentes acerca del uso de la pólvora como arma los tenemos después del 1255. Para esa época los árabes importaban salitre (nitrato potásico) de Mongolia y lo llamaban «nieve de China».
Los árabes usaron esta sustancia como como componente para crear mixtos incendiarios desde mediados del s. XIII. En artillería se conoce con el nombre de mixtos a una masa de sebo animal mezclado con pólvora, carbón y salitre o con brea, alquitrán, aceite y otros ingredientes. También se llamaba así a una bolas de fibra de cáñamo empapadas en brea y rebozadas con pólvora, que se lanzaban para incendiar naves y maquinarias de asedio enemigas.
Aunque ya se conoce desde ese momento la fórmula para mezclar las substancias que componen la pólvora negra, carbón, azufre y nitrato potásico, como hemos visto solo se usaban para incendiar cosas, no como mecanismo para impulsar proyectiles.
Entonces, ¿cuándo hacen su explosiva aparición las armas de fuego? Pues la primera de la que tenemos noticia es una adaptación de una lanza con el asta de hierro ahuecada, la crearon los árabes y se llamaba medfaa. En el interior del asta se colocaba una pequeña cantidad de pólvora, se empujaba con un taco de madera y se cargaba con un bodoque, una flecha pequeña de madera parecida a la que se lanzaban con las ballestas, que salía disparado al hacer explosión la mezcla. Más tarde empezaron a usarse bolas de hierro y de plomo en lugar del bodoque. Aunque estas primitivas armas de fuego tenían muy poca precisión y alcance, y en la mayoría de los casos solo servían para asustar a los caballos haciendo que se encabritasen y derribasen al jinete y que solo herían si eran disparados a bocajarro.
En el siglo XV y XVI los arcos y las ballestas, que eran las armas más ampliamente utilizadas, eran mucho más peligrosas que estos primeros intentos de armas de fuego; por poner un ejemplo, un buen arquero inglés debía poder lanzar doce flechas por minuto a una distancia de 220 metros y las flechas debían llevar tanta fuerza como para atravesar una plancha de madera de 5 centímetros de espesor. Mientras que, aunque durante varios siglos, y a pesar de que se iban dando diferentes avances en los arcabuces, mosquetes, cañones, espingardas y culebrinas, las armas de fuego no eran seguras ni demasiado útiles en las batallas.
En la expedición de Argel organizada por Carlos I en 1541 para arrebatar Argel a Barbarroja, se achacó el fracaso a que se mojó la pólvora de los arcabuces y de los mosquetes.
El filósofo francés Michel de Montaigne, en 1560, en uno de sus primero ensayos, afirma que las armas de fuego aparte de hacer ruido producían tan poco efecto que estaba convencido de que pronto se abandonaría su uso.
Y no era solo la escasa puntería y los desastres que el agua hacía en la pólvora, sino también la frecuencia de disparo, que en los arcabuces y mosquetes era tan lenta que ahora nos asombra. Uno de los arreos de guerra de los arcabuceros y los mosqueteros, era el talabarte, una correa de cuero donde iban colgadas las cargas que se preparaban antes de la batalla, en bolsitas de cuero, en una especie de cartuchos de madera o de cuerno. La cantidad máxima de cargas que se preparaba para una batalla eran doce. Un mosquetero bien adiestrado podía llegar a disparar ¡una vez a la hora!
Otro de los problemas de esas primeras armas era que explotaban con mucha más frecuencia de la que deseaban los artilleros. Aunque el Duque de Alba durante la guerra de Flandes, en el siglo XVI, encontró un método que se halló infalible para terminar con estos accidentes: ordenó que en los primeros disparos de cada pieza nueva de artillería el fundidor estuviera sentado a horcajadas sobre el cañón así se redujeron notablemente los accidentes. Otro método para reducir la mortalidad de los soldados por la explosión fortuita de las primeras armas de fuego fue reclutar a los artilleros entre los reos condenados a pena de muerte.
A pesar de que lentamente se iban subsanando los problemas e iba mejorando la seguridad para el que disparaba y la mortalidad en las filas enemigas, las armas blancas se resistían a desaparecer, ya que seguían siendo la opción más segura.
La bayoneta apareció en el siglo XVII y no es más que la adaptación de la hoja de las picas a las armas de fuego para poder colocarla en el brocal del cañón del mosquete. La pica era un arma de asta de entre 3 y 5 metros, fue muy utilizada por la infantería española en los tercios para enfrentarse a las cargas de caballería, podemos apreciarlas en el cuadro de Velázquez ‘La rendición de Breda’. El escuadrón de piqueros del ejército español no se disolvió hasta inicios del siglo XVIII, mostrándonos así la pervivencia hasta la época moderna de la lanza, una de las primeras armas que utilizaron nuestros ancestros.