Historia de las buenas madres

Foto: Wikicommons

Una madre entregada, sumisa, abnegada, que ofrece su vida por la de sus hijos, cuya vida gira en torno a sus retoños. Una madre como santa Gianna Beretta Molla. Ese es el modelo. Pero no nos equivoquemos, el concepto de maternidad no ha sido algo fijo y unívoco a lo largo de la historia. Ser madre ha tenido muchas definiciones y muy diversas. Tanto en la historia como en la mitología y en la religión encontramos madres de todo tipo.

Si nos ceñimos a los condicionantes biológicos, el vínculo afectivo que se establece entre una madre y su hijo, lo que generalmente llamamos ‘instinto maternal’, se supone que es el responsable de una serie de conductas de protección y cuidado. Y aunque este condicionamiento se ha localizado en un grupo de neuronas que segregan dopamina, un neurotransmisor relacionado con el sentimiento de satisfacción, y a pesar de que los bebés están programados para despertar el interés y de los adultos que los rodean, y que instintivamente se apegan con la persona que los provee de alimento y protección, el tan mentado ‘instinto materno’ cada vez está más en entredicho. Ya diferentes investigadores, desde la década de 1970 afirman que la relación madre-hijo está normada según parámetros culturales, esto es, son la sociedad y la cultura las que marcan las pautas acerca de cómo las madres deben comportarse para ser consideradas ‘buenas madres’. Y estos parámetros se internalizan de tal modo que la sociedad tiende a confundirlos con instintos. Pero el instinto tiene muy poco que ver con los comportamientos maternales.

La relación de la madre humana con sus hijos va más allá de la biología y se imbrica en la cultura. Tanto la lactancia como el destete y la crianza de los hijos están regulados por la cultura. Todos y cada uno de los usos y costumbres relacionadas con la concepción, el embarazo, el parto y la crianza dependen de los usos sociales de cada época y según los expertos, tienen muy poco que ver con la idea romántica del instinto materno.

En su libro ¿Existe el instinto maternal? Historia del amor maternal (1992), Elisabeth Badinter afirma que la maternidad tal y como la entendemos ahora y la concepción del amor maternal como algo natural e instintivo es un concepto muy reciente.

En Grecia la madre es una figura cuya única función es la de prolongar la sociedad establecida. La polis es un territorio masculino, las mujeres viven y mueren en el gineceo y son consideradas como víctima de sus pasiones; se cree que no son capaces de mantener el equilibrio emocional que es el ideal masculino. Las características más deseables de las mujeres son el silencio y la discreción. (‘Historia de los griegos’ de Indro Montanelli)

Sin embargo, en el teatro, la mitología y la literatura griega podemos encontrar otro tipo de madres. Madres que se niegan a morir en lugar de su hijo, como en Alcestis, de Eurípides. Clitemnestra es otra madre que no cede su posición y sus privilegios por el bien de sus hijos, a pesar de haber matado a su marido para vengar a su hija Ifigenia. Pero la ‘mala madre’ por antonomasia es Medea. Medea, que por Jasón ha sacrificado su vida entera, su familia y su tierra, su juventud y su honra, cuando Jasón decide repudiarla, ella mata lo que en aquel entonces era posesión exclusiva del padre: sus propios hijos.

Durante muchos siglos y hasta bien entrada la baja Edad Media, la prioridad de la mujer era el mantenimiento demográfico, el ‘creced y multiplicaos’ bíblico. La manera que tenían de compensar la elevada mortalidad infantil era teniendo muchos hijos. El cuidado amoroso y los desvelos por los hijos no la tónica general, el concepto de ‘maternidad’ tal y como la conocemos hoy no se concebía.

Durante siglos, y hasta finales del siglo XVIII toda mujer que se lo pudiera permitir, no solo las aristócratas, sino incluso las burguesas y las campesinas acomodadas se negaban a amamantar a sus hijos y los enviaban nada más nacer a casa de las nodrizas. Si los niños sobrevivían y llegaban a los cinco o diez años, regresaban al hogar, y en este caso había varias opciones, o eran entregados a un convento para que profesaran; o eran enviados a casas de nobles para que empezaran a ser entrenados como escuderos o caballeros, según su estatus; o bien comenzaban a trabajar en el campo o en el negocio de la familia para poder apoyar en la economía familiar. Las niñas eran entregadas en matrimonio para consolidar alianzas comerciales y políticas. La madre paría, no era cuidadora ni educadora.

El aborto y el infanticidio eran prácticas habituales y ni siquiera eran mal vistas. Cuando no se dejaba, sin más, al neonato en el monte, o se arrojaba a un basurero, como podemos leer en la novela ‘El Perfume’ de Patrick Süskind, se entregaba al recién nacido en los tornos de los conventos o de los asilos de niños expósitos, aunque las cifras de más del 80 de mortalidad de los bebés abandonados en estas instituciones nos muestran que no eran una opción más misericorde que la de partirle el cuello nada más nacer.

Laura Klein en Fornicar y matar. El problema del aborto (2005) afirma que el valor sagrado de la vida nació del valor de la vida como mercancía: a fines del siglo XVIII cuando se produjo un descubrimiento fundamental para la incipiente economía industrial: los niños abandonados eran capital desaprovechado. Claude Humbert Piarron de Chamousset, propuso alimentar a los niños abandonados en Francia y enviarlos a trabajar a las colonias cuando tuvieran cinco o seis años: “Niños que no conocen otra madre que la patria… tienen que pertenecerle y servir del modo que le sea más útil […] no tienen apego a nada, no tienen nada que perder. ¿Temerían acaso la muerte hombres como estos, a quienes parece no haber nada que los aferre a la vida, y a quienes destinándolos a cumplir la función de soldados se los podría familiarizar precozmente con el peligro?” (Klein, 2005, p. 248).

A la vez comienzan a cobrar importancia las virtudes ‘femeninas’, la lactancia, la protección de los hijos y el amor maternal en libros filosóficos, médicos y religiosos. La obra más paradigmática de este tipo es el ‘Emilio’ de Jean Jacques Rousseau.

Es allí, en la Ilustración, donde surge el concepto de “buena madre” y se acepta como un valor universal hasta hoy en día. La obligación de que las mujeres seamos buenas madres es una imposición creada por la trama de hechos sociales, políticos y económicos que necesitan ciudadanos sanos. La madre es la Matrix.

La medicina, tomará el relevo de la moral y la religión para convencernos de que el concepto de ser ‘buena madre’ está inscrito en nuestra biología. Tenemos que producir, buenos ciudadanos, trabajadores, soldados. Las mujeres somos fábricas para gestarlos y hacer que sobrevivieran, a través de la lactancia, para eso es fundamental lograr que las mujeres volvieran a dar el pecho a su hijos. que abandonen sus intereses y vuelvan junto a la cuna.

En fin, hoy en día, a pesar de la supuesta liberación femenina, aún seguimos convencidos de que la maternidad es deber y destino de las mujeres y que nuestros esfuerzos deben ir dirigidos a crear buenos ciudadanos. Nos hacen creer que es nuestro instinto, pero en realidad, de instinto, en este constructo social, hay muy poco.

 

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