En su libro de 2004, Por qué funciona la globalización, el periodista Martin Wolf escribió que “la democracia liberal es el único sistema político y económico capaz de generar prosperidad sostenida y estabilidad política”.
Wolf escribió esas palabras a mitad de una expansión global de los mercados que duró cuatro décadas. A inicio de la década de 1980, en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, los gobiernos encabezados por Margaret Thatcher, Ronald Reagan y François Mitterrand se propusieron privatizar bienes y servicios públicos, recortar las prestaciones del estado de bienestar y desregular los mercados. Al mismo tiempo, un conjunto de políticas económicas conocidas como el “Consenso de Washington” (porque eran compartidas por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Tesoro de Estados Unidos) trajeron privatización, liberalización y globalización a América Latina, tras una serie de crisis de deuda soberana.
En la década de 1990, un conjunto similar de políticas, entonces conocidas como “terapia de choque”, convirtieron repentinamente a las economías ex comunistas de Europa del Este y la Unión Soviética en mercados libres. En los países de Asia oriental que se industrializaron rápidamente después de la crisis financiera de 1997, las políticas de “ajuste estructural” que fueron condiciones para los rescates del FMI volvieron a traer consigo liberalización, privatización y disciplina fiscal. Las mismas políticas se aplicaron en la periferia europea después de 2009, en Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España, nuevamente, ya sea como condiciones para los rescates o mediante restricciones fiscales de la UE y políticas restrictivas del Banco Central Europeo.
Realmente, el verdadero drama de la globalización es que la riqueza se apalancó como fuente de poder a través de la influencia política
Hoy en día hay muchos más mercados en muchos más aspectos de la vida humana que nunca antes, pero la prosperidad sostenida y la estabilidad política que esas políticas pretendían crear han resultado esquivas. Desde los años 80, la economía mundial se ha visto desgarrada por repetidas crisis financieras. América Latina sufrió una “década perdida” de crecimiento económico. Los años 1990 en Rusia fueron peores que la Gran Depresión en Alemania y Estados Unidos. Las políticas de austeridad y de altas tasas de interés posteriores a la crisis de Asia oriental de 1997 restauraron la estabilidad financiera, pero a costa de recesiones internas, y contribuyeron a la inestabilidad política y al repudio de los partidos gobernantes en Indonesia, Filipinas y Corea del Sur, como sucedió nuevamente en toda Europa después de 2009-2010.
Y para colmo, las tasas de crecimiento económico mundial en la era de la globalización han sido aproximadamente la mitad de las de las décadas de posguerra menos globalizadas. Como consecuencia, en todo el mundo observamos que demagogos racistas violentos y vulgares siguen ganando elecciones y, aunque todos parecen muy contentos con la idea de la propiedad privada, son abiertamente hostiles al estado de derecho, al liberalismo político, a la libertad individual y a otras condiciones previas y acompañamientos culturales aparentes de las economías de mercado. Tanto la democracia como la globalización parecen estar en retirada, tanto en la práctica como en su popularidad ideológica. En síntesis, la economía ha desestabilizado la política y viceversa. Ya no podemos combinar las operaciones de la economía de mercado con una democracia liberal estable.
La razón principal de esto es que la economía no está brindando la seguridad y la prosperidad que esperan grandes sectores de nuestras sociedades. Un síntoma de esta decepción es una pérdida generalizada de confianza en la población. La mayoría de la gente se ha dado cuenta de que estas deficiencias no son sólo resultado de malas decisiones, sino de la corrupción intelectual y moral de los que toman las decisiones y de los formadores de opinión en todos los niveles: en el sector financiero, los organismos reguladores, el mundo académico, los medios de comunicación y la política.
Cuarenta años de corrupción de nuestras élites han conducido a una reacción populista alarmante. Los votantes, especialmente los jóvenes en los principales países capitalistas democráticos, han perdido la fe en el poder de los mercados y del liberalismo. También han surgido rivales, en las formas del “capitalismo autoritario demagógico” en lugares como Turquía y Rusia, del “capitalismo autoritario burocrático” en China, y, más recientemente, del «capitalismo burdo y paranoico” de Donald Trump. Simplemente, el capitalismo democrático liberal está en peligro, tanto desde dentro como desde fuera.
No soy economista como para proponer soluciones específicas para estos males específicos. Sin embargo, es fácil estar de acuerdo con respecto a que, en medio de la globalización, algo salió mal cuando los políticos y las élites perdieron la brújula moral y comenzaron a saquear el erario público.
Y es que la línea entre el capitalismo de libre mercado y la democracia liberal es muy sutil y pueden, incluso, contradecirse. Muchos llaman a la economía y a la política “gemelos simbióticos”, mientras otros se atreven a describir el capitalismo y la democracia como versiones de un “matrimonio difícil”, porque parten de premisas completamente diferentes. La democracia se basa en la igualdad: una persona, un voto. El capitalismo no lo es, y es incompatible con la igualdad, porque está compuesto de trabajadores y propietarios, éxito y fracaso, ricos y pobres. El capitalismo se basa en el interés propio y la ganancia privada; la democracia se basa en el interés público y la responsabilidad cívica. El capitalismo gira en torno al merecimiento, la eficiencia y la asunción de riesgos individuales, ninguna de las cuales son justificaciones importantes para la democracia. El capitalismo se basa en individuos atomizados, la democracia en públicos compartidos.
En la década de 1990, un conjunto similar de políticas, entonces conocidas como “terapia de choque”, convirtieron repentinamente a las economías ex comunistas de Europa del Este y la Unión Soviética en mercados libres.
Tenemos, además, la idea de libertad, que muchos la consideran esencial para ambos, pero es radicalmente diferente en cada caso. La propiedad privada, que está en el centro del capitalismo, se opone fundamentalmente a la libertad, porque la propiedad implica la capacidad de excluir a los demás. Yo no soy libre de vivir en tu casa, ni caminar por tu terreno. Igualmente, yo no soy libre de comer tu comida, incluso si me muero de hambre y tú tienes la intención de botarla, incluso si la he cocinado yo. De ahí la idea básica de que las hambrunas pueden ocurrir sin que se violen los derechos de propiedad de nadie. La libertad en los mercados capitalistas implica la libertad de los propietarios de usar y disponer de su propiedad, incluida la libertad de los dueños de negocios de administrar sus negocios como pequeñas dictaduras, no como sistemas políticos representativos. Tu no eliges a tu jefe, y mucho menos votas sobre tu salario o tu horario de trabajo. Por eso los politólogos, especialmente de corte “anaranjados”, han argumentado que los lugares de trabajo son lugares de falta de libertad: muchos trabajadores ni siquiera tienen suficiente libertad individual para decidir cuándo ir al baño sin el permiso de sus jefes.
De allí que nuestras élites y políticos se han vuelto moralmente aborrecibles, detestables y odiosos. La globalización les ha permitido apartarse de la responsabilidad democrática, la regulación estatal y obligaciones comunitarias, pero sin separarse de la ubre del Estado. En el fondo, el problema no es que la globalización no haya dado sus frutos; es que no hubo globalización del todo. La cita de Warren Buffett lo resume perfecto: “hay una guerra de clases, sí, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y estamos ganando”. En los veinte años transcurridos desde la publicación de Por qué funciona la globalización, los ricos han ganado su guerra contra la clase trabajadora y, como bien Polibio escribió sobre los romanos en Cartago, “han sembrado los campos con sal para que nada pueda crecer. Ahora su tribuno vaga por el desierto que ellos han creado y exhorta a la moderación”.
Tras los hechos ocurridos y las realidades vividas durante estas últimas cuatro décadas, resulta evidente que la idea diseñada por el Consenso de Washington y la estructura montada para llevar a cabo el proceso de la globalización es realmente un aparato para exacerbar la corrupción y usurpar los dineros capturados precisamente de esa misma globalización. Eso explica todo, especialmente el por qué desde 1988 a 2020, el uno por ciento de arriba amasó la mitad de todos los aumentos de los ingresos reales antes de impuestos. Realmente, el verdadero drama de la globalización es que la riqueza se apalancó como fuente de poder a través de la influencia política, la propiedad de medios de comunicación y la filantropía, y la casta dominante se afincó sin ceder ni un centésimo de su control.