Dos puntales medulares sobre los que se asienta la democracia son la legitimidad y la confianza. La primera apunta al reconocimiento y a la aceptación, por parte de los ciudadanos, de la autoridad de un gobierno o institución. La confianza, por su parte, es la expectativa que se tiene respecto a que una persona, institución u organismo cumpla con las obligaciones o funciones que le corresponden dentro de un orden determinado. Nadie lo ha expresado mejor que el ex primer ministro del Reino Unido, Harold Wilson, cuando señaló- por allá por la década de los 70- que “la confianza es el pegamento que une a los gobiernos y a los ciudadanos”.
Sin confianza, por tanto, no puede esperarse destino distinto a la degradación de la democracia. El sistema deja de funcionar cuando lo que impera es el reinado absoluto de la desconfianza; cuando las instituciones y quienes gobiernan no cuentan con un ápice de credibilidad, cuando se desconfía de los organismos, de las normas, del Estado, de los funcionarios, del resto de quienes conviven alrededor.
En Panamá, según las cifras del Latinobarómetro del 2020- que son las últimas disponibles- el 84.6 por ciento de la población no confía en la mayoría de las personas; mientras que el 34 por ciento dijo tener poca confianza en las instituciones, y el 38.1 por ciento expresó no tener ninguna. Un preocupante 37.6 por ciento tiene poca confianza en el Poder Judicial, mientras que 34.9 por ciento no le tiene ninguna. Luego de los eventos de los últimos tres años, esperar cifras mejores es pecar de ingenuos.
La polarización social se encuentra instalada en todos los rincones de la nación, y el estratégico “divide y vencerás” que ha definido desde siempre a la política criolla, hoy rinde sus amargos frutos en un país donde el divisionismo y la incapacidad para superar las diferencias amenazan el futuro cercano.