El ábaco abandonado

El artículo 280 de la Constitución Política le asigna al Contralor General 13 funciones específicas. Y entre ellas destacan dos en especial que definen en términos generales su papel: la de “fiscalizar, regular mediante el control previo o posterior, todos los actos de manejo de fondos y otros bienes públicos, a fin de que se realicen con corrección y según lo establecido en la Ley”; y la de “realizar inspecciones e investigaciones tendientes a determinar la corrección o incorreción de las operaciones que afecten patrimonios públicos y, en su caso, presentar las denuncias respectivas”.

A lo largo de su desastrosa gestión, el funcionario de marras ha fracasado en los deberes que, mediante la Ley Suprema, le asigna la nación. Sus omisiones y sus titubeantes actuaciones lo han revelado como un apéndice extremadamente servicial de los poderes de turno y le hacen merecedor, sin duda alguna, de un deshonroso y patético sitial en la historia de esa institución.

Mientras los recursos financieros del proceso de descentralización, con una larga trayectoria de irregularidades, termina convertido en una piñata electorera gracias a una campaña electoral inescrupulosa; el Contralor General pone todo su empeño en la millonaria adquisición de un edificio y terreno adyacentes a su actual feudo. Ojalá el país fuera testigo de ese mismo ahínco para cumplir con las tareas que le señala, entre tantas, el referido artículo 280. De haberlo hecho, tal vez, la credibilidad de la Contraloría no andaría a ras de suelo.

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