La frase “matar al mensajero” es tan antigua como la absurda aspiración del ser humano de un mundo modelado a su personalísima imagen y semejanza. Algunos historiadores, sin embargo, ubican su origen en el reinado de Tigranes El Grande, también conocido como Tigrán II, rey del considerado mayor territorio al este del Imperio Romano. Ante la amenaza que significaba para Roma la vocación expansionista de este rey, envió a su comandante más exitoso, Lucio Lúculo, para que impusiera el poder de la República. Cuando las tropas romanas al mando de Lúculo amenazaban el palacio de Tigranes, un emisario fue enviado con las malas nuevas y, según relata Plutarco en sus Vidas Paralelas, la reacción del rey acosado fue ordenar la decapitación del portador de las infaustas noticias. “Matar al mensajero”, explicaba Freud, era la forma marginal de defensa para enfrentar lo insoportable, una retorcida reacción para demostrar que aún se estaba en control del poder absoluto.
Con el transcurso del tiempo, el proceso civilizador de la humanidad dejó atrás tales muestras de barbarie. En el presente, la mayor parte de las veces, se respeta la vida y la integridad física del mensajero. Ahora se le expone a los improperios y descalificativos de las turbas azuzadas por los distintos rediles de poder; se le priva de credibilidad con las armas de la calumnia, con la finalidad de desacreditar al portador y con él al mensaje.
Es lo que han hecho contra un destacado artista nacional luego que se atreviera a expresar su opinión sobre un hecho notorio que afecta el rumbo de la política local: todos los dardos lanzados apuntan a demeritarle como artista y como individuo. Ante un razonamiento perfectamente estructurado y de una lógica demoledora, responden con el arsenal ofensivo propio de las hordas carentes de argumentos y razones contundentes.
¡Flaco favor le hacen a una democracia y a un debate urgidos de algo más que una mentalidad a ras de suelo!