De las tres significaciones que brinda el diccionario de la lengua española, sobresale aquella que define la coherencia como la “actitud lógica y consecuente con los principios que se profesan”. Y hace alusión a la correspondencia entre los actos y las palabras de las personas: entre el comportamiento acostumbrado y aquello que expresa ser.
Y, precisamente, la coherencia es la gran ausente en los eventos posteriores a las manifestaciones que sacudieron y mantuvieron trancado al país. Resulta notoria esa ausencia en el comportamiento y las decisiones tomadas desde los altos cargos gubernamentales, las cuales caminan a contravía de las expectativas y exigencias que alimentaron las protestas. Un ejemplo puntual- y el más reciente- se materializa en el presupuesto anunciado para la vigencia del 2023, donde la austeridad en el gasto brilla por su ausencia. Contrariamente, el mismo presenta un aumento de 270 millones en el renglón de planillas o de servicios personales con respecto al presupuesto anterior.
Y no queda ahí. La incoherencia, las contradicciones entre lo que se actúa y se dice, contagió un punto de inflexión tan primordial como pudo haber sido la mesa única del diálogo que se lleva a cabo en Penonomé. La que debería ser el escenario para acordar las acciones con las cuales materializar los anhelos y expectativas nacionales expresadas recientemente en las calles, quedó convertida en trampolín para candidaturas extemporáneas, en oportunismo para imponer ideologías de grupos particulares o en un simple medio para ganar tiempo a la espera que se enfríe el descontento ciudadano.
Lamentablemente, nunca resultaron tan acertadas como lo son hoy, las palabras del psicoanalista austríaco, Alfred Adler, cuando apuntó que “es más fácil luchar por unos principios que vivir de acuerdo a ellos”.