Hace algunos años, el premio nobel Joseph Stiglitz aseguró que “en la economía global que vendrá después de la crisis que empezó en 2008, la educación, la ciencia y la tecnología serán las claves del desarrollo económico de la región”.
Y lo expresado por el célebre economista no es una verdad instaurada recientemente: por el contrario, su vigencia se remonta a los inicios de la historia con la fabricación de las primeras herramientas de metal, evento que cambió radicalmente el curso de la historia. Luego la rueda y la invención de la escritura. Tres hechos puntuales que imprimieron una velocidad de vértigo al desarrollo de la civilización y confirmaron tempranamente que la ciencia y la tecnología son los motores innegables del progreso.
La ciencia, y las grandes innovaciones tecnológicas que se desprenden de ella, son la columna vertebral del desarrollo actual. Para quien lo dude que eche un vistazo a la historia reciente del Asia, continente en el que un puñado de naciones sumidas en las más extremas condiciones de pobreza apostaron su futuro a la educación, a la ciencia y a la tecnología y hoy figuran entre las más avanzadas del planeta.
Pero las mentalidades criollas que llevan las riendas del Estado, encerradas en las estrechas paredes del populismo y la improvisación, no aprenden de experiencias ajenas y le niegan esa oportunidad al país. Desplegando su imperdonable falta de visión recortan los presupuestos a la Secretaría Nacional de Ciencias, Tecnología e Innovación (Senacyt) y al Instituto Conmemorativo Gorgas de Estudios de la Salud, mientras desbordan su generosidad en otras instituciones cuyo derroche es sólo comparable a la inutilidad con que las percibe la ciudadanía. ¡La barbarie cabalgando aún en el corral de la politiquería insustancial mientras el resto del mundo apunta todos sus esfuerzos a la economía del conocimiento!