El concepto de “soberanía popular” encontró espacio en la teoría política recién en el siglo XVIII. Desde entonces, la idea del poder soberano, de estricto origen monárquico, le fue endosada a las masas y se transformó en la base fundamental de la democracia representativa y de la acción política de los ciudadanos.
En una democracia representativa, los ciudadanos delegan su poder soberano en un grupo de funcionarios a quienes eligen a través del voto. Estos funcionarios, que bien pueden ser parte del poder ejecutivo o el legislativo, serán quienes tomen las decisiones manteniendo siempre en mente los intereses de aquellos a quienes representan y sin olvidar que el pueblo, como titular del poder y los derechos, delegó y confió provisionalmente el ejercicio de esas potestades a los órganos del Estado y a los funcionarios que los conforman, cuya “autoridad” no es sino “poder autorizado por los ciudadanos”.
Cuando en su célebre discurso de Gettysburg, Abraham Lincoln aludió al gobierno “del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”, estableció definitivamente la pauta para el sistema de gobierno representativo que ha definido desde entonces la política occidental.
Que nuestra democracia está enferma, lo pudimos comprobar recientemente con el vergonzoso espectáculo donde una horda de alcaldes y representantes fueron a dar muestras de complicidad y solidaridad a la arrogancia y a la incompetencia del jefe de la comuna capitalina, quien se encuentra en el centro de una tormenta política que le mantiene al borde de la revocatoria de mandato. Incapaces de comprender el alcance de sus actos, sus pronunciamientos confirmaron, además, el más rotundo menosprecio por el gobierno representativo del que son beneficiarios y por uno de sus valores más destacados: la soberanía popular.
Alguien debería refrescarle la memoria a estos despistados con las palabras que Rousseau estampó para la posteridad en El contrato social: “en una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad del cuerpo propio del Gobierno, muy subordinada, y, en consecuencia, la voluntad general o soberana, siempre dominante y convertida en regla única de las demás”.