Muy pocas esperanzas brinda una democracia donde la política termina convertida en una mercancía y sometida a las fuerzas de la oferta y la demanda. Como a cualquier producto vendible dentro de ese monstruoso escenario llamado mercado, al “producto político” se le aplican todos los filtros y los procesos disponibles en la publicidad y el marketing, para hacerlo atractivo al gusto de las masas. La consecuencia inevitable de este procedimiento es que la forma adquiere el acento a costa de la sustancia o contenido: la imagen del candidato, gobierno u opción política determina su éxito sin importar si le acompaña o no algo más que eso. No debería asombrar a nadie, entonces, la multiplicación desmedida de candidatos, figuras políticas y gobernantes cuyas espaldas permanecen sin encorvarse bajo el peso de planes, estrategias o-siquiera-una idea política.
En un escenario como el descrito, donde la política es un producto más que hay que vender a los compradores, resulta la norma que el acto de gobernar sea una copia al carbón del mundo de la publicidad y el mercadeo: la imagen es lo fundamental, sin importar que carezca de contenido. Cómo se viste, cómo habla, cómo gesticula, es lo que cuenta; los planes de gobierno, los objetivos y las ideas carecen de importancia, al extremo que existen ya antecedentes de candidatos confesos para quienes un plan de gobierno carece de valor.
Cuando estos personajes hueros asumen el poder y se ven enfrentados a los problemas que son propios de gobernar naciones, su falta de ideas y planes, la ausencia de estrategias y visiones de futuro quedan evidenciados en una lamentable incapacidad para resolver las crisis y cumplir con las expectativas de los gobernados. Nuevamente acuden a los trucos publicitarios y de mercadeo para salvar las apariencias, que es su preocupación primaria, e inicia la plaga de comisiones y mesas de estudio para tal y cual problema; para la crisis de acá, del medio y la de más allá. Mientras sobran las mesas y comisiones, escasean las respuestas y soluciones: lo importante para estos esclavos de la apariencia – los que gobiernan y sus publicistas- es salvar la imagen. Parecer en vez de ser. He ahí la razón de tantos estafadores políticos con una imagen de liderazgo y cuyas trayectorias no resistirían el mínimo amago de un examen cuidadoso.
Corresponde a los ciudadanos cortar con este ciclo nocivo para la vida nacional, valorando en su justa dimensión el poder del voto individual y sopesando las cualidades y los méritos de cada uno de los que el futuro toque a su puerta a solicitar apoyo electoral. Desenmascarar a estos engañabobos es fundamental para salir de la debacle política.