Monumentos absurdos

La obsesiva manía de construir monumentos tiene raíces profundas a lo largo de toda la historia humana: la mayoría son una respuesta a esa compulsión ególatra alimentada por el poder o los triunfos logrados.

Desde hace aproximadamente 4,500 años las pirámides de Egipto han sido testigos silenciosas de la convulsionada historia humana. La más conocida tal vez sea la Gran Pirámide, ubicada en las afueras del Cairo, cuya masa de bloques de piedra se alza 146 metros hacia el cielo intentando simbolizar la grandeza de quien ordenara su construcción: Keops, segundo faraón de la cuarta dinastía egipcia. A su lado, completan la tríada las pirámides de Kefren y Micerinos. Según cuenta Heródoto, Keops mandó erigir su pirámide cuando Egipto estaba sumido en la mayor indigencia.

Y la anécdota es la misma a lo largo de toda la historia: Alejandro, Napoleón, Julio César…Decenas de miles de monumentos que alaban los logros o las hazañas de otros tantos personajes que marcaron el devenir humano con sus talentos; y otros muchos cuyas memorias esculpidas en el mármol o el bronce sólo respondían a ínfulas ridículas o a un ego exacerbado hasta límites increíbles.

Por nuestra América no estamos exentos ni de unos ni de otros.

Personajes admirables como Bolívar, San Martín, Lincoln, Washington, Benito Juárez -entre tantos- que justifican cada bronce o mármol dedicado a ellos.

Y…los otros. Aquellos aconsejados y respaldados solo por la soberbia. Los que el mármol o el bronce usado para alimentarles las ínfulas habría sido de mejor provecho destinado a cualquier otro propósito.

No hay otra explicación más que la arrogancia para justificar la multiplicación de placas en cada obra que los gobiernos inauguran y en las cuales figuran nombres particulares. Obras, por cierto, pagadas con dineros de las arcas nacionales; obras cuyos trabajadores fueron pagados con el dinero de todos; obras, en fin, que cualquiera que sea el tiempo presidencial invertido en él, también fue cancelado con el salario recibido mes tras mes por “gobernar”.

Esta otra epidemia- la del ego- nos castiga desde mucho tiempo antes que la actual. Y ha llegado a extremos tan sorprendentes como la inauguración de un puente inconcluso, sólo por la urgencia de dejar estampado en el bronce el nombre del mandatario saliente. O llegado, también, a los extremos que verificamos a lo largo de una vía principal de esta ciudad, donde cada barriada cuenta con un monolito de entrada donde figura el nombre del sitio acompañado, también de manera destacada, del nombre del diputado reinante del circuito.

Ya la excelencia y un legado de cambios beneficiosos para la sociedad no son requisito indispensable para aspirar a la posteridad. Basta con acceder a un puesto público y a las arcas del estado para multiplicar esas pequeñas placas y pirámides con las cuales maquillar las carencias meritocráticas y la ausencia de talentos, dando rienda suelta al más absurdo afán de glorias inmerecidas. Parecer a costa de todo y de todos.

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