La felicidad, decía el Mahatma Gandhi, se alcanza cuando lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que uno hace están en armonía.
Cuánta falta hace ese concepto como motor de la vida pública de estos lares. Porque si la coherencia resulta tan valiosa en la vida del individuo, no lo resulta menos en la vida en comunidad y en uno de los supremos ejercicios que la moldean: la política.
Una de las grandes tragedias, sino la más perversa, es la ausencia absoluta de esa coherencia en el ejercicio del poder. Para nadie resultan desconocidas las hemorragias de promesas y la verborrea casi quijotesca de todo tipo de candidatos defendiendo la justicia, las libertades de cualquier color, la igualdad, la prosperidad compartida, la transparencia y reconociendo al votante como el jefe supremo. Defensores y guardianes de las más grandes virtudes del género humano, apenas obtienen el añorado poder se hunden en una vertiginosa metamorfosis que, al igual que el personaje de la clásica tira “El otro yo del doctor Merengue”, saca a flote a un personaje totalmente opuesto al que se vendió antes.
Quienes antaño defendían la libertad, terminan justificando medidas con fuertes tufos autoritarios. Quienes pregonaban la igualdad, a poco de asumir descubren mil y una razones que la hacen imposible. Y quienes defendían la rendición de cuentas y la transparencia, apenas sentados en el trono se les hace imposible gobernar ante la mirada del electorado.
La coherencia, al igual que la integridad, es la cualidad de quien actúan siguiendo las ideas que siempre ha manifestado y defendido. Los actos, como en un acorde, armonizan con los pensamientos y las palabras. Ese es el tipo de político que, con urgencia, se espera y se necesita en estos tiempos de crisis; una nueva casta cuya palabra tenga el valor de un contrato para quienes le confían su voto y su esperanza.
Los ideales políticos- nos advierte Savater- nunca intentan mejorar la condición humana sino la sociedad humana: no lo que los hombres son sino las instituciones de la comunidad en que vive. Pero, precisamente, resulta ingenuo soñar mejorar las instituciones nacionales mientras las riendas políticas sigan en manos de los creadores del desastre.