El diccionario de la Real Academia Española define “mentalidad” como el “modo de pensar o configuración mental de una persona”. También como el “conjunto de opiniones y representaciones mentales propio de una colectividad”. Esta mentalidad, entendida como las ideas u opiniones, son la base sobre la que el individuo construye su visión general sobre la vida, los elementos primarios que le ayudan a entender su existencia y a reaccionar ante el mundo a su alrededor.
Esa manera de ver o percibir lo que le rodea tiene su origen en la más temprana infancia y se alimenta de las experiencias o los ejemplos recibidos en el entorno familiar, en la escuela, en la realidad dominante del barrio y hasta en el grupo de amistades, por mencionar los más relevantes.
Un ejemplo contundente del poder que una mentalidad tiene para mover la realidad y configurarla, fue el período comprendido entre 1947 y 1991, durante el cual estuvo vigente la Guerra Fría: una mentalidad política, económica, militar, ideológica, social e informativa que dominó las relaciones entre el bloque occidental capitalista liderado por los Estados Unidos, y el bloque del este encabezado por la Unión Soviética. Durante este período, regidos por ideas y creencias muy particulares en ambos bandos, se dieron episodios tan traumáticos y transformadores como la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que marcaron un nuevo rumbo a nivel global.
En este contexto, resulta de notoria importancia el grupo de opiniones, ideas y creencias que estructuran la mentalidad política de un país, porque es ese grupo de conceptos el que define los destinos nacionales. Por nuestros escenarios, lamentablemente, rige un tipo de mentalidad política que, durante demasiados años, ha funcionado como una piedra de molino amarrada al cuello de la masa ciudadana. De parte y parte, tanto de los políticos como de los ciudadanos, han regido criterios tergiversados y torcidos que nos empujaron hasta la orilla del despeñadero en la que hoy nos encontramos. Esa mentalidad de dependencia del favor de los gobernantes, del voto a cambio de un beneficio inmediato o de la lealtad partidaria por encima de todo, como una infección amenaza nuestra salud como nación.
Un cambio de mentalidad resulta lento y requiere de tiempo, un par de generaciones tal vez; también de prolongados y muy bien planificados procesos educativos. Pero, si aspiramos a una transformación profunda y que resulte en nuevos modelos de gestión política y ciudadana que nos lleve por caminos de prosperidad y bienestar común, no podemos demorar el inicio de la metamorfosis de las ideas y creencias que nos mueven. Nuestro futuro y el de las próximas generaciones así lo reclama.